La fe y la iglesia han sido difíciles para muchas personas después de la pandemia. Yo soy uno de ellos. Los últimos tres años trajeron para mi esposa y para mí dos cambios de trabajo, una mudanza a través del país y meses encerrados en casa, tratando de mantener a nuestros hijos pequeños sanos y a nosotros mismos cuerdos. Cuando el mundo empezó a reabrirse, muchas cosas se sentían diferentes. [Enlaces en inglés].

Hasta hace poco, podía contar con una mano la cantidad de veces que había asistido físicamente a un servicio religioso desde marzo de 2020. Podría dar muchas razones para nuestra ausencia: un niño pequeño y un recién nacido, la desilusión de una iglesia tradicional que alguna vez fue mi hogar, disfrutar de dos mañanas cada fin de semana, cansancio puro y muchas más.

Pero si soy realmente honesto, destaca una razón: cuanto más me alejo de la iglesia, menos sentido tiene para mí la fe cristiana. El alejamiento físico engendra un alejamiento intelectual.

Aunque pueda parecer un cristiano advenedizo, soy algo así como un pura sangre. Nací y crecí en lo que ahora es una megaiglesia evangélica. Me gradué en religión y filosofía en una destacada universidad cristiana y terminé mis estudios de seminario en otra. Tengo las credenciales.

Pero cuando se trata de creer en mi fe, siempre ha sido lo mismo. Durante cualquier etapa de la vida en la que he estado separado de cristianos de ideas afines, mi fe comienza a parecerme tan ajena como les resultaría a mis amigos no cristianos. Espera, espera, ¿crees que un hombre era Dios? ¿Que realmente resucitó de entre los muertos? ¿Crees que su sangre y sus entrañas se enfriaron y luego su corazón empezó a latir de nuevo? Es ridículo, ¿no?

Parte de mi experiencia de fe (y parte de mi naturaleza) es que siempre he buscado los mejores argumentos contra mis propias posturas. Y con el cristianismo hay muchas buenas críticas. Feuerbach, Nietzsche y Freud ofrecen opiniones sustanciales y describen la fe cristiana como una forma más de hacerse ilusiones. La hipocresía es otro buen motivo para dudar. El pasado y el presente de la iglesia está lleno de cristianos que no son fieles a su mensaje.

Podría decirse que la mejor razón para no creer es el problema del dolor, o la teodicea, como dicen los pensadores. Si Dios es tan grande, ¿por qué hay tanta maldad y sufrimiento en el mundo?

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Una historia estremecedora me impactó el año pasado, en medio de mi ausencia de la iglesia: la noticia del fallecimiento de Jonathan Tjarks, redactor de The Ringer que cubría principalmente el baloncesto de la NBA. Había escrito poderosamente sobre cómo enfrentó un diagnóstico de cáncer un año después de la llegada de su primogénito. Nunca conocí a Jon, pero mantuvimos una breve correspondencia sobre la escritura, la fe y los deportes. Jon también era cristiano y yo también soy un fanático de los deportes.

En el sitio web que narra su lucha contra el cáncer, en la entrada final antes de su fallecimiento, la esposa de Jon incluye una foto de Jon en una cama de hospital, claramente exhausto, con su gran cuerpo decaído, mientras lo ayudaban a besar a su hijo Jackson. Después de que la pandemia debilitó mi formidable aislamiento de la muerte, el título de la foto, «Los últimos besos de Jon a Jackson», me destrozó.

Esa noche, lloré junto a la cama de mis propios hijos dormidos, de cinco y dos años, mientras besaba sus cálidas frentes. Lloré por Jon. Lloré por Jackson. Lloré por mis hijos, al pensar en mi propia fragilidad y la de ellos. Realmente lloré por todos nosotros.

En el artículo que había escrito antes de fallecer, Jon había hablado sobre la importancia de vivir la vida intencionalmente junto a los demás, no solo con su familia sino también con su iglesia. Sus amigos le habían preguntado si había tenido mucho cuidado al aislarse durante la pandemia. ¿Su respuesta? No tuvo tiempo para hacerlo.

La historia de Jon me persuadió. Unos meses después de su fallecimiento, mi esposa y yo acordamos que era hora de ir a buscar una iglesia. Queríamos que nuestros hijos crecieran en la iglesia. Y a veces sentíamos un dolor sordo los domingos por la mañana que las donas y el café no podían aliviar.

El proceso fue duro. Entre un título de posgrado en teología y mi inclinación a cuestionarlo todo, yo era un poco como un lastre. Tengo suficientes inquietudes sobre la cultura de la iglesia como para prever que necesitaríamos visitar muchas de ellas.

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Uno de los beneficios de la revolución de la transmisión por internet durante la pandemia fue la posibilidad de echar un vistazo a un servicio sin tener que dedicar un domingo entero a cada visita. Algunas mañanas, mi esposa y yo «visitábamos» tres iglesias sin levantarnos del sofá y sin siquiera dejar las donas a un lado. Cuando veíamos algo que no nos parecía, como, por ejemplo, una oración dirigida a la Madre Tierra, o un pastor que dirigía a su congregación al cantar «América la Bella», cerrábamos la página de internet y probábamos la siguiente.

Cuando encontramos una pequeña iglesia cerca de nuestra casa, tomamos a nuestros hijos y la fuimos a conocer. El primer grupo de personas que conocimos fue amable y acogedor, y ninguno de nuestros hijos odió el ministerio para niños. Así que regresamos. Y seguimos regresando, tanto como para sorprendernos a nosotros mismos cuando comenzamos a llamarla «nuestra iglesia» en conversaciones con familiares y amigos.

La iglesia estaba ubicada en el centro de la ciudad y era transparente en cuanto a su servicio a los residentes locales, especialmente a aquellos que sufrían en la comunidad. Los servicios eran bastante cortos, los sermones a veces eran conmovedores y otras veces no, la música no era ofensiva. El micrófono fallaba todos los domingos y todos los domingos el personal se apresuraba a descubrir por qué. Después de pasar años en iglesias donde las máquinas de humo superaban en número a los visitantes sin hogar, la simplicidad de esta iglesia fue un bálsamo.

Nuestra primera visita fue en diciembre pasado y, desde entonces, nuestra familia se ha estado adaptando a una nueva —vieja— rutina de domingo por la mañana. No siempre ha sido divertido que nuestros domingos por la mañana estén siempre ocupados. Pero estar ahí ha sido bueno. Profundamente bueno. Y cuando llegó la Pascua esta primavera, sabíamos dónde íbamos a estar y, de hecho, la estábamos esperando con ansias.

Ese día, al salir de la casa con rumbo a la iglesia con niños pequeños fue toda una escena al estilo kafkiano, y cuando nos estacionamos y entramos, incluso las sillas polvorientas del santuario estaban ocupadas. Algunos serviciales miembros de la iglesia desapilaron las sillas todavía más polvorientas para nosotros. El servicio parecía y sonaba normal, aparte de la multitud y el inconfundible tono eléctrico de las mañanas de Pascua. Celebramos el triunfo de Cristo sobre la muerte y la participación del cristianismo en el terreno de la historia humana. «Locura para los griegos», dijo el apóstol Pablo.

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Mientras estaba allí cantando, no pude evitar reflexionar sobre el tiempo que pasé fuera de la iglesia. Extrañaba estar de pie en ese tenue resplandor, inundado por el coro de voces. Me había perdido el ambiente de una mañana de Pascua, la fuerza íntima de la comunión, el León y el Cordero.

Son ilusiones, sigo diciendo en mis días menos fieles.

Pablo oró una vez para que los efesios comprendieran el enorme alcance del amor de Cristo. Sin embargo, añadió una línea adicional: «Me arrodillo delante del Padre… Le pido que… puedan comprender, junto con todos los creyentes, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo» (Efesios 3:14-18).

La fuerza de la unión es una de las cosas que más he notado al regresar a la iglesia. Hoy en día, mi fe se siente menos como un recuento continuo de hechos y más como un interruptor de luz. Volver a estar juntos me ha recordado que el interruptor de la luz no era realmente tan difícil de encender.

Pero tampoco puedo evitar pensar en Jon y Jackson. Mientras Jon luchaba con su diagnóstico, al menos por escrito, nunca llegó a una paz gloriosa sobre su partida. Y ofrecerle (o a cualquier otra persona) respuestas simplistas ante ese tipo de sufrimiento sería, (tomando prestado del autor David Foster Wallace) «grotesco». Jon todavía tuvo que despedirse de su hijo con un beso, y ese dolor tiene su propio peso.

Después de mi primer servicio de Pascua de regreso en la iglesia, todavía estaba pensando en Jon y los pasajes de las Escrituras que él releía a medida que su estabilidad se reducía y su tiempo se acortaba. La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es esta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones y conservarse limpio de la corrupción del mundo. Aprender a hacer el bien. Buscar la justicia. Restituir al oprimido. Abogar por el huérfano y defender a la viuda (Santiago 1:27; Isaías 1:17).

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Jon estaba pensando en su esposa y su hijo, por supuesto. Pero si hay algo que nos han enseñado los últimos tres años de pandemia es que todos estamos en el mismo predicamento que Jon. Todos nuestros días están medidos. No podemos decidir cuánto tiempo viviremos. Sin embargo, podemos elegir si pasamos esos días juntos y para los demás, incluso en nuestros momentos más oscuros.

Me he dado cuenta de que esto es lo que estaba buscando en una iglesia: una comunidad que tome a Santiago e Isaías tan en serio como toma los escritos de Pablo sobre la Resurrección; una iglesia cuyo cuidado por los que sufren pueda ayudarme a mantener el interruptor de la luz encendido cuando la vida se siente tan insoportablemente fugaz y mortal.

Luke Helm es un escritor y entrenador que trabaja en Grand Rapids, Michigan.

Traducción por Sergio Salazar.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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