Moisés conocía bien la paciencia de Dios. Imploró por Israel cuando ellos traicionaron al Señor con el becerro de oro. Durante años bregó con las quejas y la obstinación de los israelitas en el desierto. Ellos «provocaban al Santo de Israel» (Salmo 78:41), y aun así Dios los toleró, conteniendo su ira y negándose a aniquilarlos (Isaías 48:9). La paciencia de Dios es un distintivo definitorio y central de su carácter.

Sin embargo, esto no siempre fue un consuelo para Moisés. En vez de tener que seguir luchando con las quejas y los pecados de su pueblo, le pidió a Dios que lo matara de una vez (Números 11:15).

Moisés no está solo al sentir esta frustración. Enervado por el éxito de los que quebrantan la ley, los ladrones y los idólatras, el salmista pregunta: «¿Hasta cuándo habrán de ufanarse los malvados?» (Salmo 94:3). David exclama un lamento similar frente a las burlas de sus enemigos (Salmos 13:1). Abrumado por la oposición, se pregunta si acaso Dios saldrá a defenderlo. En las Escrituras, el pueblo de Dios encuentra consuelo en la paciencia de Dios con la misma frecuencia con la que se encuentran sorprendidos y molestos a causa de la misma.

Mi propia impaciencia con la paciencia de Dios bien podría ser una de las características que definen mi vida. Me preocupo y me pongo nervioso cuando veo una falsa enseñanza en la iglesia, ya sea el evangelio de la prosperidad o las herejías gnósticas modernas. Me obsesiono con las disputas que hay en medio de nosotros, así como la lucha continua por la reconciliación racial y la santidad. Me pregunto: ¿Por qué Dios permite que este desorden persista?

La sabiduría de Dios en la cruz a menudo nos parece locura (1 Corintios 1:18). En esencia, la cruz es una señal de la paciencia de Dios. Él no cuenta nuestros pecados, y no nos condena como nos merecemos (Romanos 3:25).

De hecho, la paciencia está conectada lingüística y conceptualmente a la pasión (passio). En la pasión de Jesucristo en la cruz, vemos la paciencia concreta de nuestro Dios trino encarnado en la historia.

Cuando las congregaciones locales se sintieron tentadas a llevar vidas licenciosas, animadas por falsos maestros que les enseñaban que Cristo no regresaría, Pedro les recuerda:

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Pero no olviden, queridos hermanos, que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan.
(2 Pedro 3:8-9, NVI)

Puede que Dios sea paciente, pero no se retrasa. Como Señor trascendente de todo el tiempo, Él ha declarado desde tiempos antiguos lo que está por venir (Isaías 46:10). Solo sus ojos observan todo el tapiz de la historia. Como seres regidos por el tiempo, a nosotros nos parecerá como si viéramos solo la parte de atrás: un tapiz deshilachado. Pero sus tiempos son perfectos.

Porque Dios es misericordioso, Él espera. Él no traerá el juicio de los últimos días sino hasta que el evangelio haya sido predicado a todas las naciones (Mateo 24:14). Y por eso, como explica Hermann Cremer: «La historia del mundo avanza bajo la paciencia de Dios» probada en la pasión de Jesucristo.

Pero Cristo no soportó pacientemente la cruz solo para llevar al mundo a la iglesia. También buscaba santificar a la iglesia en medio del mundo (1 Pedro 2:24). A su tiempo, Cristo cumplirá su promesa de presentar a su iglesia sin mancha y radiante a pesar de todas las apariencias externas (Efesios 5:25-27).

Tal vez sea por esto que Pablo fue capaz de perseverar en pro de la iglesia, de no rendirse frente a la calumnia, el rechazo y el pecado flagrante de diferentes congregaciones. A veces perdía la esperanza incluso de la vida misma (2 Corintios 1:8). Pero Pablo comprendía que su tarea era regar y plantar: solo Dios puede traer el crecimiento (1 Corintios 3:9).

A la luz de la resurrección, Pablo anima a la iglesia: «Manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15:58). Su mandato no es una rara incongruencia, sino la aplicación práctica de todo lo que ya ha sido antes: la resurrección está llegando, ¡no se rindan!

La fe en la resurrección nos infunde confianza en que nuestro Dios paciente —Aquel que esperó tres días en la tumba— tiene el poder de traer una cosecha de vida incluso cuando todo lo que vemos es un campo sembrado de muerte (1 Corintios 15:42-43).

Derek Rishmawy es doctorando en teología sistemática en la Trinity Evangelical Divinity School. Escribe en línea en derekzrishmawy.com.

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