Este año estoy aprendiendo a esperar calladamente: a tener una esperanza silenciosa. Mi hija de ocho años tiene síndrome de Down. Su camino, ya de por sí tortuoso, dio un giro inesperado cuando tenía seis meses, cuando una implacable tormenta de convulsiones causó estragos en su cerebro y en su cuerpo. Las discapacidades y retrasos provocados por las convulsiones afectaron cada área de su vida.

Mientras mi esposo y yo procesábamos su diagnóstico, la vida de nuestra familia se convirtió en una lenta y constante peregrinación hacia lo desconocido. Cada semana, mi esposo y yo nos sentábamos sobre la esterilla de fisioterapia con nuestra hija, deseando que sus músculos despertaran del letargo y orando para que la estática de su cerebro se calmara. En medio de estas dificultades, amigos y familiares con buenas intenciones nos preguntaban cuándo daría sus primeros pasos o cuándo pronunciaría sus primeras palabras. Pero no teníamos respuestas.

Cada progreso era dolorosamente lento y había momentos en que nuestros esfuerzos parecían una causa perdida. Durante la pandemia, cambiamos a sesiones de terapia virtual y nos aferramos a la pantalla de la computadora como si en ella estuviera la respuesta para salvar el potencial de nuestra hija. A medida que el aislamiento se alargó y nuestros corazones se llenaban de incertidumbre, llegué a un punto en el que mi esperanza parecía tan frágil como el cuerpo de mi hija, que podría lastimarse al menor contacto. Mi esposo perseveró cuando yo no pude. Cuando cerré la pantalla de la computadora de golpe al ver que los pequeños susurros de esperanza ya no eran más que silencio, él siguió conectándose a esas sesiones de terapia virtual. Él continuó nutriendo ese destello de esperanza incluso cuando yo casi me había rendido ante la desesperanza.

A medida que pasaba el tiempo y el mundo salía de su letargo, reanudamos nuestras travesías semanales a hospitales y clínicas, aparcando nuestro abarrotado vehículo en plazas reservadas para discapacitados. Hoy está en segundo grado y aún no puede levantarse sola, pero con un poco de ayuda o con un andador, sus pies son capaces de encontrar suelo firme. Con algo de ayuda y seguridad, da un paso adelante, mientras la esperanza se despliega al compás de sus pasos.

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Amigos, familiares e incluso conocidos han tenido sueños recurrentes en los que la ven caminando. La primera vez que yo misma tuve este sueño, desperté sintiéndome tonta por imaginar algo tan audaz. Volví a envolver mi tierna esperanza en varias capas de una armadura de autoprotección.

Sin embargo, los escudos que he sostenido cuidadosamente durante tanto tiempo se vinieron abajo hace poco mientras sujetaba las manos de mi hija que estaba de pie delante de mí, balanceándose al son de la melodía de la banda de alabanza. Mientras cantábamos, ella se impulsó hacia delante, con los refuerzos ortopédicos rodeando sus piernas y sus zapatos deportivos rosas tirando de mí, dirigiéndose hacia la parte delantera del santuario a una velocidad cada vez mayor. La tomé en mis brazos y pude ver lo que no había visto antes: la profunda verdad de que corría hacia los brazos amorosos de un Salvador que se preocupa por ella.

Aquel que comprende las profundidades de nuestra humanidad —que conoce bien nuestros huesos cansados y nuestros corazones doloridos— ve a mi hija y dice que ella es amada, la adora y, en un giro misterioso, también me ama a mí —la escéptica, la cínica; la madre que a veces apenas puede susurrar la palabra esperanza—.

Dios no desecha los deseos que acunamos en los rincones más silenciosos de nuestro corazón. El Dios que le habló a Elías tanto en el silencio como en la tormenta sostiene nuestras frágiles esperanzas y, como vemos en Lamentaciones 3, dice que nuestra paciencia y nuestra perseverancia son buenas.

Puede que no sepa si mi hija llegará a correr con desenfreno en este lado de la eternidad, pero sí sé esto: el Señor es bueno con aquellos cuya esperanza está en Él (v. 25). La Cuaresma nos invita a contemplar nuestra fragilidad. Nos recuerda que incluso la anticipación de la esperanza es un don precioso en esta época de reflexión en la que atravesamos este mundo cansado. Cuando todo lo que puedas ver sean oraciones sin respuesta, no desprecies los destellos de esperanza mientras continúas esperando.

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Cuando te preguntes si incluso tus más débiles gritos de ayuda son en vano, recuerda esto: «Bueno es el Señor con quienes esperan en él… Bueno es esperar calladamente la salvación del Señor» (Lamentaciones 3:25-26). Que nuestros corazones se llenen de esperanza tranquila como un don sagrado. Que los débiles ecos de esta esperanza nos sostengan mientras damos pasos vacilantes y titubeantes con Dios hacia la espera, la oscuridad y lo desconocido.

Kayla Craig es autora y fundadora de Liturgies for Parents. Kayla vive en Iowa con su esposo y sus cuatro hijos.

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