En unas de las palabras más sobrecogedoras de las Escrituras, Cristo le dice a sus discípulos: «Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga». En este punto de la historia de la Pasión, los discípulos aún no conocen el poder de las palabras de Cristo. Ciertamente entendían lo que era una cruz y sabían algo sobre los horrores de la crucifixión, pero aún no sabían que Cristo mismo moriría en este instrumento de tortura romana, ni las diversas formas de sufrimiento a las que cada uno de ellos se enfrentaría.

El mandato a negarnos a nosotros mismos se encuentra en el centro mismo del cristianismo. Pero en una cultura que gira en torno a la afirmación de uno mismo, resulta cada vez más difícil comunicar este mensaje con eficacia. La idea de que nos neguemos a nosotros mismos como un acto de espiritualidad resulta contraintuitivo en la actualidad. En su libro Una era secular, Charles Taylor se refiere al reto de la abnegación en la era moderna: «Para mucha gente hoy en día, dejar de lado su propio camino para someterse a alguna autoridad externa simplemente no parece comprensible como forma de vida espiritual».

La abnegación no solo es difícil, sino que resulta incomprensible en nuestro tiempo, una era en la que la autorrealización es la piedra angular de una buena vida. Sin embargo, nuestra fe no nos pide que dejemos de lado la autorrealización: simplemente redefine los términos en que se cumple. Según la historia bíblica, fuimos creados para negarnos a nosotros mismos y, cuando nos negamos, alcanzamos esa realización.

El mundo define la plenitud como algo que fluye del corazón del individuo en su sentido más auténtico, sin restricciones por parte de ninguna fuente externa. El cristianismo enseña que nuestros corazones son perversos y poco fiables, que deseamos cosas que no solo son malas, sino que son malas para nosotros mismos.

Jesús enseña la paradoja de que la abnegación es autoafirmación (Mateo 16:25). Solo que el «auto» y la «afirmación» son definidos por Dios, no por nuestros falibles caprichos humanos. Quiénes somos (hijos de Dios) y qué significa para nosotros esa realización (unión con Cristo) no depende de nosotros. Estar con Cristo es estar sin nuestros deseos egoístas.

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Así que debemos preguntarnos: ¿qué significa negarnos a nosotros mismos? Significa apartarnos del pecado. Todo pecado es el acto de elegir nuestro propio camino y avanzar en contra de la voluntad de Dios para nosotros. Es una afirmación perversa del yo, que prioriza sus propios deseos por sobre el prójimo e incluso, sobre Dios.

La obediencia es una cruz que cargamos; es una forma de sufrimiento, aunque es un sufrimiento que trae sanidad, paz y restauración. Nos gusta imaginar que la obediencia a Dios no conlleva dolor, salvo quizá en caso de persecución. Pero aunque el mundo no nos castigue por nuestra fe, el simple hecho de elegir apartarnos del pecado implica sufrimiento. En el caso de los pecados persistentes y profundamente arraigados, el arrepentimiento requiere desprenderse de los malos hábitos, romper con rituales que nos resultan familiares y desgarrar la desobediencia. Y eso puede doler.

Por ejemplo (y esto es algo que no reconocemos lo suficiente), elegir ser fieles en el matrimonio requiere que nos neguemos a nosotros mismos el placer de la intimidad con otras personas. Para algunas personas esto es fácil, pero para otras puede implicar una profunda negación. Al fin y al cabo, el mundo está lleno de gente atractiva, interesante y encantadora. Decir «sí, acepto» es decir «me niego». En aras de cumplir este compromiso, me niego la oportunidad de estar con otra persona.

En este tiempo de Cuaresma, recordamos que esta forma de abnegación es un modelo para la vida cristiana. Mientras el mundo nos recuerda lo gratificantes que son sus placeres —cuánto los «merecemos», y por qué satisfacer nuestros deseos es amarnos a nosotros mismos—, nosotros nos entregamos a Cristo. La avaricia, el orgullo, la envidia, la lujuria, la glotonería, todos estos son pecados que somos capaces de abrazar como placeres, pero que seguir a Cristo nos exige negar. Son placeres que nos hacen daño, pero al principio, como el pan comido en secreto, son agradables (Proverbios 9:17).

El camino del cristianismo no es para los de corazón débil. Exige mucho valor, humildad y abnegación. Pero tenemos un Salvador fiel que modeló este sacrificio por nosotros, que conoce el precio de la negación y la belleza de la fidelidad. Y la fidelidad es hermosa. Cristo mismo, que sufrió en la cruz, fue glorificado en su cuerpo. Y del mismo modo, cuando nos negamos a nosotros mismos somos glorificados para Dios. Recibimos una paz que viene solo de negar nuestros deseos pecaminosos y deleitarnos en Dios.

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El Dr. O. Alan Noble es profesor asociado de inglés en Oklahoma Baptist University, asesor de Christ and Pop Culture y autor de tres libros.

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