Este artículo de los archivos de CT fue publicado por primera vez en inglés en agosto de 1990.

Hace algún tiempo llegué a la conclusión de que no amaba a mis vecinos de al lado. Eran, a todas luces, personas peligrosas y desagradables: exmoteros que se ganaban la vida vendiendo drogas.

Nunca habían intentado hacerle daño a mi familia, pero el tráfico constante de quienes les compraban drogas —muchos de los cuales se sentaban en el patio para consumirlas— comenzó a colmarme la paciencia. Mientras le daba vueltas al asunto en mi mente un día tras otro, dando alas a mi irritación, el Señor me ayudó a ver que en realidad no sentía ningún amor por ellos; que después de «sufrirlos» durante muchos años, me alegraría en secreto de su muerte si con ello consiguiera deshacerme de ellos. Me di cuenta también de lo poco que me importaban en realidad casi todas las personas con las que trataba a lo largo del día, incluso cuando se trataba de «asuntos religiosos». Tengo que admitir que nunca había buscado ser poseído fervientemente por la clase de amor con la que Dios ama, o por ser más como Jesús. No obstante, el tiempo de buscarlo había llegado.

Pero, ¿es posible ser como Jesús? ¿Realmente podemos tener el carácter del Padre celestial? Sabemos que Dios muestra amor sincero por cada uno y es amable de forma constante, incluso con los ingratos. Del mismo modo, Jesús demostró ser misericordioso, rápido a la hora de perdonar agravios y siempre feliz de dar, sin más, sin esperar nada a cambio.

Ahora creo que es posible revestirse del Señor Jesucristo (Romanos 13:14). La gente normal, en un entorno común, puede vivir de la abundancia del reino de Dios, dejando que el espíritu y las acciones de Jesús sean el flujo natural que salga de sus vidas. El «árbol» puede hacerse bueno, y entonces el fruto será bueno, como es de esperar (Mateo 12:33).

No obstante, esta nueva vida que Dios imparte implica tanto un objetivo como un método.

Su corazón, nuestro corazón

Como discípulos (literalmente, estudiantes) de Jesús, nuestro objetivo es aprender a ser como Él. El primer paso es confiar en que Él nos recibe tal cual somos. Pero nuestra confianza en Él nos conduce hacia la misma clase de fe que Él tenía, una fe que hizo posible que actuara como lo hizo. La fe de Jesús estaba enraizada en su evangelio del orden celestial, la buena noticia del «reino de los cielos» (Mateo 4:17). Cielo es una palabra con mucho significado. Desde Abraham (Génesis 24:7) en adelante, para el pueblo de Israel significaba la disponibilidad directa de Dios para con sus hijos, así como su supremacía sobre todo lo que nos afecta. Desde el cielo «los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos, atentos a sus oraciones» (Salmo 34:15; 1 Pedro 3:12).

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Jesús se encargó de transmitir a sus seguidores esta realidad del orden celestial que sustentaba su vida. Cuando envió a sus doce amigos en una primera misión, les dijo que los enviaba «como ovejas en medio de lobos». Serían como mariposas contra armas automáticas. Sin embargo, —¡imagina a las ovejas escuchando esto!— no había necesidad de temer. Dos pajarillos cuestan una moneda. Aun así, ni uno solo de ellos cae a tierra «sin que lo permita el Padre». El cielo está tan cerca que incluso los cabellos de nuestra cabeza están contados. «No tengan miedo», nos dice Jesús; «ustedes valen más que muchos gorriones» (Mateo 10:16, 29-31).

Evitemos tristes sustitutos

Vivir bajo el gobierno del cielo nos libera y nos empodera para amar como Dios lo hace. Sin embargo, fuera de la seguridad y la suficiencia del orden celestial, estamos demasiado asustados y furiosos como para amar de verdad a los demás, o incluso a nosotros mismos, y por eso establecemos tristes sustitutos. Una formulación contemporánea de la comparación que hace Jesús de la clase de amor de Dios, agapē, y que normalmente pasa por amor, podría ser: ¿Qué tiene de grande amar a aquellos que los aman a ustedes? ¡Los terroristas lo hacen! Si eso es todo a lo que equivale su «amor», ciertamente Dios no está implicado. O supongan que solo son amistosos con «los de su misma clase». ¡También lo hace la mafia! (Mateo 5:46-47).

Ahora, reflexiona: ¿has derramado tu corazón en una generosa bendición hacia alguien que te haya insultado o humillado? ¿Puedes trabajar, sin pensar en tu propia ganancia, por el bienestar de alguien que te desprecia abiertamente, o que quizá haya deseado que caigas muerto? ¿Estás esforzándote con entusiasmo por el éxito de alguien que compite contigo para conseguir favor, posición o beneficio económico?

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Muchos letreros en las puertas de las casas dicen: «¡Bienvenidos, amigos!». ¿Podría el tuyo sinceramente dar la bienvenida a tus enemigos? Cuando prestas un traje, un equipo de música, un coche, herramientas o libros, ¿eres capaz de dejarlos ir sin esperar verlos de nuevo, como sugiere Lucas 6:35 que deberíamos hacer? Yo realizo buena parte de mis reparaciones mecánicas o de carpintería, y tengo un buen suministro de herramientas, cosa que mis vecinos pronto descubrieron. Estoy agradecido de tener oportunidades de prestar una sierra eléctrica, un hacha, una llave o unas pinzas, porque lo veo como un auténtico ejercicio espiritual de abandono delante de Dios. Estoy aprendiendo a amar a los demás en las cosas pequeñas, y esto me ayuda a estar preparado para confiar en Él en cosas que verdaderamente importan.

El triángulo de oro

Si esta vida de fe y amor desde el cielo es el objetivo del discípulo de Jesús, el cumplimiento natural de la nueva vida en Cristo, ¿cómo podemos entrar en ella? Aunque en un sentido es el resultado de la presencia de Dios en nosotros, el Nuevo Testamento también describe un proceso detrás de nuestro «revestimiento» del Señor Jesucristo. Se habla de ello repetidas veces en la Biblia bajo tres aspectos esenciales, cada uno de ellos inseparable del otro, y todos interrelacionados. A este proceso se le podría llamar «el triángulo de oro» de la transformación espiritual, porque resulta tan precioso como el oro para el discípulo, y cada uno de sus aspectos es tan esencial para el conjunto como los tres lados de un triángulo.

Un aspecto, o lado, de nuestro triángulo es la fiel aceptación de los problemas de cada día. Al soportar las dificultades con paciencia podemos alcanzar la certeza de la plenitud del orden celestial en nuestras vidas.

Santiago, el hermano del Señor, comenzó su mensaje a la iglesia instruyéndonos sobre estar «muy dichosos» cuando aparecieran los problemas: «Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constancia» (1:2-3, NVI). Cuando se permite que la constancia o la paciencia actúen libremente en los detalles de la existencia cotidiana, eso nos hará «perfectos e íntegros, sin que [nos] falte nada» (v. 4).

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Ciertamente Santiago aprendió esto de Jesús, su hermano mayor, durante más de veinte años de vida familiar que a veces implicó resentimientos (Juan 7:2-8). Nunca debemos olvidar que, durante la mayor parte de su vida, Jesús fue lo que hoy llamaríamos un obrero, un artesano, un contratista independiente. Sus manos tenían callos por usar los equivalentes del primer siglo de los martillos, los taladros, las hachas, las sierras y los planos. Era conocido en su pueblo simplemente como «el carpintero».

En ese contexto, Santiago lo vio practicando lo que Él más tarde predicaría. Sabemos lo que es «tratar con el público». Jesús también lo sabía. Cada pequeña cosa que Jesús nos enseñó a hacer era algo que Él había puesto en práctica en el día a día. En las pruebas de su existencia cotidiana, en la vida familiar y del pueblo, Él comprobó la suficiencia del cuidado de Dios hacia aquellos que simplemente confiaban en Él y le obedecían. Y, al menos en retrospectiva, Santiago lo entendió. Una vez que vio quién era su hermano mayor en realidad, se dio cuenta del poder de la paciencia en los sucesos cotidianos —manifestados sobre todo por una lengua inofensiva (Santiago 3:2)— como el camino en el cual el carácter de Dios se completa en nuestras vidas.

Abramos nuestras vidas al Espíritu

El segundo lado de nuestro triángulo es la interacción con el Espíritu de Dios en y alrededor de nosotros. Como señala Pablo, el Espíritu nos permite «caminar» en el Espíritu (Gálatas 5:25). Esta personalidad creativa y todopoderosa, el «fortalecedor» prometido, el paraclētus de Juan 14, espera amablemente a que lo invitemos a actuar sobre nosotros, con nosotros y por nosotros.

La presencia del Espíritu Santo siempre puede reconocerse en el modo en que nos mueve hacia lo que Jesús sería y haría (Juan 16:7-15). Cuando experimentamos por dentro la dulzura celestial y el poder de la vida —el amor, la alegría y la paz— que Jesús conocía, esa es la obra del Espíritu en nosotros.

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Por fuera, la vida en Espíritu se manifiesta de dos maneras. Los dones del Espíritu nos permitirán realizar cierta función específica —como un servicio, una sanación o liderar la alabanza— con efectos que irán claramente más allá de lo que conseguiríamos por nosotros mismos. Estos dones sirven para los propósitos de Dios entre su pueblo, pero no indican necesariamente el estado de nuestro corazón.

El fruto del Espíritu, por el contrario, ofrece una señal segura de un carácter transformado. Cuando nuestras actitudes y disposiciones más profundas son las de Jesús, es porque hemos aprendido a dejar que el Espíritu infunda su vida en nosotros. Pablo confesó: «He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gálatas 2:20). El fruto es el resultado de que Cristo viva dentro de nosotros a través del Espíritu: amor, gozo, paz paciencia, amabilidad, fidelidad, benignidad, dominio propio (Gálatas 5:22-23).

Tanto los dones como el fruto son el resultado, no la realidad, de la presencia del Espíritu en nuestras vidas. Lo que ocasiona que seamos transformados a imagen de Cristo es nuestra interacción directa y personal con Él a través del Espíritu. El Espíritu hace que Cristo esté presente en nuestras vidas y nos atrae a buscar su semejanza. Es así como nosotros «reflejamos la gloria del Señor» y somos constantemente «transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Corintios 3:18).

Las disciplinas de la semejanza a Cristo

El tercer lado de nuestro triángulo consiste en las disciplinas espirituales. Consisten en actividades especiales, muchas de las cuales Jesús mismo practicó, como la soledad y el estudio, el servicio y la discreción, el ayuno y la alabanza. Son maneras en las que nos comprometemos a seguir el mandato del Nuevo Testamento de dejar morir o «no proveer» para los aspectos meramente terrenales de nuestras vidas, y vestirnos de la nueva persona (Colosenses 3).

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El énfasis en esta dimensión de la transformación espiritual recae en nuestro esfuerzo. Es verdad, se nos ha dado mucho, y sin gracia no podemos hacer nada; pero también hacen falta nuestras acciones. «Esfuércense», nos dice Pedro (2 Pedro 1:5). Debemos esforzarnos por añadir a nuestra fe, virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, constancia; a la constancia, devoción a Dios; a la devoción a Dios, afecto fraternal; y al afecto fraternal, agapē (vv. 5-7).

En Colosenses 3, Pablo nos anima «como escogidos de Dios, santos y amados» a renovar nuestro ser interior con órganos («entrañas», dice la RVA) de misericordia, amabilidad, humildad de mente, mansedumbre, tolerancia, paciencia, perdón y agapē (vv. 12-14). No solo deberíamos tratar de ser personas misericordiosas, amables, modestas y pacientes, también tenemos que hacer planes para convertirnos en eso. Es decir, debemos averiguar lo que impide y lo que promueve la misericordia, la bondad y la paciencia en nuestras almas, y hemos de retirar los obstáculos para estas cosas tanto como sea posible, sustituyéndolo cuidadosamente con lo que nos ayude a asemejarnos a Cristo.

Muchas personas bienintencionadas, por dar un ejemplo, no tienen éxito a la hora de ser amables porque viven apresurados haciendo cosas. La prisa tiene a la preocupación, al miedo y a la ira como socios cercanos; además, es un enemigo mortal de la bondad y, por lo tanto, del amor. Si este es nuestro problema, puede que nos ayude en gran medida un retiro diario de soledad y silencio, en el cual descubramos que el mundo sobrevive aunque nosotros estemos inactivos. Ahí podremos meditar en oración para ver con claridad el daño hecho por nuestra falta de bondad, y compararlo honestamente con lo que, si acaso, se consigue de verdad con nuestras prisas. Llegaremos a entender que la mayor parte del tiempo nuestra prisa en realidad está basada en el orgullo, la prepotencia, el miedo y la falta de fe, y rara vez en la producción de nada que tenga verdadero valor para nadie.

Tal vez acabemos haciendo planes para orar diariamente por las personas con las que tratamos con regularidad. O puede que decidamos pedir a nuestros conocidos que nos perdonen por perjuicios pasados. Sea lo que sea que surja de esa reflexión en oración, podemos estar absolutamente seguros de que nuestras vidas nunca serán las mismas, y de que disfrutaremos de una riqueza mucho mayor de la realidad de Dios en nuestras vidas.

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En general, pues, nos «revestimos» de la nueva persona por medio de actividades regulares que están bajo nuestro poder, y nos convertimos en lo que no podríamos ser simplemente con un esfuerzo directo. Si tomamos nota y seguimos a Jesús en lo que hizo cuando no estaba atendiendo o enseñando, encontraremos la guía y el poder para comportarnos como Él lo hacía cuando estaba en medio de cualquier circunstancia.

El rasgo más obvio de aquellos que profesan a Cristo pero no llegan a ser semejantes a Él es su negación a llevar a cabo las medidas razonables y comprobadas para el crecimiento espiritual. Casi nunca me encuentro con alguien que se encuentre en frialdad, confusión y aflicción espirituales que sea metódico en el uso de aquellos ejercicios espirituales que serían obvios para cualquiera familiarizado con los contenidos del Nuevo Testamento.

Como luces radiantes en un mundo lleno de gente perversa y corrupta

Los tres lados del triángulo de oro de la transformación espiritual deben estar juntos. Ninguno de los tres nos dará un corazón como el de Cristo sin los otros dos. Ninguno de ellos puede ocupar el lugar del otro. No obstante, cada uno de ellos, conectado con los demás, ciertamente nos acercará a ser cada vez más como Cristo.

En Filipenses 2 el apóstol junta los tres lados en una gran declaración: «Esfuércense por demostrar los resultados de su salvación obedeciendo a Dios con profunda reverencia y temor. Pues Dios trabaja en ustedes y les da el deseo y el poder para que hagan lo que a él le agrada. Hagan todo sin quejarse y sin discutir, para que nadie pueda criticarlos. Lleven una vida limpia e inocente como corresponde a hijos de Dios y brillen como luces radiantes en un mundo lleno de gente perversa y corrupta» (vv. 12-15, NTV).

Cuando aceptamos que los sucesos y las tribulaciones inmediatas son el lugar donde recibimos la provisión de Dios, pacientemente anticipamos la acción de su Espíritu en nuestras vidas. Con esperanza hacemos lo mejor que podemos para encontrar las maneras en las que nuestro ser interior puede asumir un carácter digno de los hijos del Altísimo. Este es el camino para un cambio radical: un cambio que sea suficiente para suplir las necesidades del mundo y para preparar a las personas para que sean la morada de Dios.

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