De muchas maneras, se trata de una vieja historia. Desde el rey David hasta Ted Haggard, vemos a líderes llegar al poder solo para descubrir una pecaminosa sensación de privilegio y la oportunidad de ser indulgentes con ella. Y, por lo general, alrededor de ellos hay personas que lo permiten, personas que lo facilitan, y otros dispuestos simplemente a mirar hacia el otro lado.

Sin embargo, hay algo diferente en el momento presente. Lo que una vez se escondió en las sombras de suites corporativas, estudios de grabación y clases pastorales, ahora se expone en blogs y redes sociales. Los supervivientes de abuso están conectándose entre sí, contando sus historias y reuniéndose de maneras que no se pueden ignorar.

Pasé gran parte de 2020 y 2021 investigando y contando la historia de la iglesia Mars Hill de Seattle [enlace en inglés], donde detrás de las escenas de éxito descansaba una abusiva cultura de manipulación y control, todo orientado en torno a la idea de que el crecimiento espiritual y numérico de la congregación estaba ligado a un líder que era demasiado grande para caer.

Al contar la historia de Mars Hill, hemos escuchado una y otra vez de parte de los oyentes cómo estos eventos tienen inquietantes paralelos en una variedad de contextos. Muchas iglesias y ministerios encontraron el éxito al organizarse alrededor del talento y la visión de un solo líder. Y cuando surgieron los conflictos o los problemas de carácter, todos los incentivos se alinearon a favor del líder.

A medida que siguen saliendo a la luz estas historias —y las vemos emerger de iglesias de todas las formas, tamaños y orientaciones teológicas posibles— se está expandiendo a través de la iglesia cierto cinismo hacia el liderazgo y la autoridad. El beneficio de la duda que muchos pastores recibieron en el pasado se ha erosionado.

Como resultado, los pastores y otras personas están comenzando a poner resistencia, planteando su preocupación por las falsas acusaciones y los procesos derivados. Muchos pastores se sienten atrapados entre la sensación de que la iglesia necesita este momento de reconocimiento, y una constante ansiedad de que haya oportunistas intentando derribarlos. Pero, si no somos cuidadosos con nuestra respuesta, reforzaremos la lógica que provocó esta crisis de carácter en primer lugar.

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La crisis del liderazgo de la iglesia no está pasando sin más frente a un telón de fondo de innumerables fracasos morales. También existe en una compleja neblina de fe y duda que el filósofo Charles Taylor ha descrito como «desencanto». Según Taylor, la modernidad ha transformado los fundamentos de la moral y la imaginación espiritual, introduciendo una constante corriente subterránea de duda.

En parte, esto se debe a que le hemos dado una explicación material prácticamente a todo. No culpamos a los demonios por la enfermedad ni a los dioses furibundos por el trueno: señalamos a los gérmenes y a los sistemas de presión meteorológica. El enamoramiento se ha visto reducido a un impulso para perpetuar las especies.

Escuchar estas historias da como resultado un modo automático en el que nuestros pensamientos acerca de lo espiritual, lo sobrenatural o lo trascendente se elevan sobre nosotros para terminar golpeándose la cabeza en un techo de incertidumbre. Incluso después de sentirnos atraídos hacia Jesús, nos acercamos a Él con una imaginación espiritual desencantada. Esto es así tanto para pastores y líderes de la iglesia como para cualquier otro. Estamos atrapados por la duda, e incluso inmersos en ella: nos encontramos rodeados de historias e ideas que nos dirigen hacia un mundo donde es difícil e incluso incómodo imaginarse a Dios obrar de maneras invisibles alrededor de nosotros, aunque anhelemos creerlo.

Esto es lo que hace tan seductor el fenómeno del pastor carismático, especialmente (aunque no necesariamente), cuando alcanza el estatus de celebridad. Aparecen ante nosotros con esa aparente certeza espiritual que a nosotros nos falta o con la que luchamos. Entonces, al presentarse como personalidades inspiradoras, desafiantes o entretenidas —dentro y fuera del escenario—, pueden sacudir nuestras emociones e imaginaciones de tal manera que hacen que experimentemos algo trascendente: algo que se parece muchísimo a un encuentro con Dios.

Esta clase de trascendencia que viene después del encantamiento es reconfortante. No solo silencia nuestras dudas acerca de Dios; también silencia nuestras dudas acerca de los humanos. Piensa, por ejemplo, en cómo un político que sabes que te está mintiendo —o, al menos, haciendo promesas que finalmente es incapaz de cumplir— puede ponerte la piel de gallina o emocionarte hasta las lágrimas.

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No estoy diciendo que estemos tratando de manufacturar la trascendencia para esconder nuestras faltas. Pero la trascendencia nos atrae y queremos que las personas se sientan atraídas por ella en nosotros. Lo he visto en mi propio trabajo como líder de alabanza, intentando crear experiencias trascendentales.

Me recuerda a la leyenda de una misionera que de repente se encontró en el campo, sintiendo nostalgia de su tierra y desanimada. Un día se sentó junto a un estanque y escuchó cantar a un grupo de mujeres que lavaban la ropa y los platos con el agua hasta las rodillas. La canción era simple y hermosa, una sola frase se repetía una y otra vez, y aunque ella aún no hablaba su lengua, la conmovió hasta hacerle llorar con la sensación de la presencia de Dios.

Cuando recogían todo para marcharse, ella se acercó a una de las mujeres y le preguntó por la canción.

—¿Se la enseñaron los otros misioneros?

—Sí. Fue una de las primeras que nos enseñaron —dijo ella.

—¿Qué significan esas palabras?

—Significan: «Si hierves el agua, no te contagiarás de disentería».

Una imaginación desencantada puede dar forma a una iglesia de muchas maneras. En un esfuerzo por superar esas condiciones de duda, el ministerio puede convertirse rápidamente en una empresa que busca competir en el mercado.

Esa es una de las razones por las cuales los evangélicos han convertido en fetiche la clase de liderazgo que suele verse en las empresas de Fortune 500. Necesitamos maestros en técnicas —mercadotecnia, branding, entretenimiento, gestión— que puedan «funcionar» sobre la imaginación y las emociones de manera similar a la música, y que puedan ser completamente efectivas en la ausencia del Espíritu de Dios.

El efecto secundario, por supuesto, es que esto invita a los males del mercado a entrar a las salas de juntas de nuestras iglesias: exigencias de lealtad a todo costo, que los trabajadores sean prescindibles y reemplazables, y un sistema de relaciones públicas y gestión de la imagen necesarias para idolatrar a un fundador o CEO.

Esto no quiere decir que todo aquel que lidere según estas características sea un corrupto, y sin duda no quiere decir tampoco que Dios no se muestre en ellos. Por supuesto que lo hace. Pero estas herramientas son increíblemente poderosas, y cobran un precio cuando se convierten en el principio organizativo central de nuestras organizaciones. El abuso espiritual, el narcisismo, el acoso y el control se pueden manifestar prácticamente en cualquier iglesia, sin importar la forma de gobierno, la denominación, la perspectiva teológica o la cultura.

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En mi opinión, el hilo conductor que une las historias de estas iglesias no es simplemente una cuestión de carácter, por muy importante que esto sea. Muy a menudo pasamos por alto la corriente subterránea del desencanto. Dejamos que los malos líderes se queden porque, en respuesta a nuestro instinto de «duda por defecto», hemos creado condiciones en las cuales el carácter no es una exigencia para el puesto. Queremos a alguien que pueda hacernos sentir algo.

Esto me lleva de vuelta a los pastores que sienten ansiedad por las falsas acusaciones y la erosión de la confianza que está teniendo lugar en este momento. He visto propuestas de políticas y procedimientos, propuestas de lo que organizaciones como CT deberían o no publicar, y advertencias acerca de aquello a lo que los miembros de la iglesia deberían o no prestar atención. En lo que yo creo que es el ejemplo más extraño, un escritor que ocupa la oficina de pastor principal en una iglesia con un presupuesto multimillonario, que vende libros por millares y habla en el escenario principal de algunas de las conferencias más grandes del evangelicalismo, se lamentaba porque los líderes ya no tienen la plataforma o la oportunidad de contar sus historias.

Implícitas en estas soluciones se encuentra la urgencia pragmática de gestionar y terminar con esta crisis lo antes posible. Muchos líderes eclesiales se están apartando temporalmente del escenario para buscar maneras de mitigar su exposición, a menudo aferrándose a herramientas y técnicas de gestión que están en el mismo cajón que las otras que han usado para construir su imperio disfuncional. La autoridad quiere justificarse a sí misma, a menudo a través de expresiones de poder.

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«Pero entre ustedes no debe ser así», dijo Jesús (Marcos 10:43, NVI). El resultado de su liderazgo y su autoridad fue la crucifixión: el Dios encarnado fue acusado falsamente, golpeado y perforado para llevar consigo los pecados del mundo. Alabamos a un Dios que sabe lo que es el sufrimiento.

Esto reformula no solo cómo hablamos acerca de nuestros líderes, sino cómo hablamos de los que se han dejado formar y deformar por ellos. Los supervivientes de diversas formas de abuso han emergido de todos los rincones de nuestra cultura y han contado sus historias, a la vez que ha surgido un nuevo lenguaje para hablar acerca de ellos. Términos como trauma y vulnerabilidad se han convertido en sinónimos útiles: pero hay una diferencia entre el poder de poner nombre a una experiencia y el poder de redimirla. Nombrar algo nos ayuda a reconocerlo, a dolernos, y a integrarlo en el concepto que tenemos de nosotros mismos.

Redimirlo significa que no nos conformamos solo con identificar lo que se ha perdido, sino que buscamos recuperarlo. Salmos 56:8 nos cuenta que Dios pone nuestras lágrimas en un frasco y guarda un registro de nuestro dolor. Esto significa que nunca hemos sufrido a solas, y ninguna de nuestras penas ha pasado al olvido. Él toma nuestras lágrimas y en la cruz llora con nosotros.

La cruz es donde el verdadero Líder, el verdadero Señor, revela su carácter perfecto. Pero también revela, en el momento más trascendente de la historia, que el objetivo de Jesús no es tratar de provocar sentimientos en los demás. Tampoco es demostrar estoicamente una verdad atemporal. El sentimiento más auténtico tuvo lugar cuando Jesús «cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores» (Isaías 53:4).

Por eso el liderazgo cristiano consiste en asumir cargas, incluyendo el riesgo. El riesgo de ser culpados por los errores de los demás. El riesgo de ser expulsados por hacer lo correcto cuando incomoda a las personas equivocadas. El riesgo de ser acusados falsamente.

Pero nosotros no somos Jesús y, por tanto, los pastores también necesitan prepararse para recibir acusaciones contra ellos que sean verdad. El problema puede que no sea la forma de gobierno de la iglesia, o que la gente esté pasando demasiado tiempo en el material equivocado, o que se hayan reunido alrededor de personalidades desagradables de internet; puede que el problema sea lo que hicimos o lo que dejamos sin hacer. Y si no podemos imaginar que ese sea el caso, es hora de recordarnos el dolor de la cruz.

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La cruz significa encontrarnos con este momento cultural con lágrimas propias, no para evocarlas en otros, sino más bien por el bien de los otros. Son lágrimas de lamento por el modo en que el abuso ha empañado el testimonio de la iglesia y ha fracturado su unidad. Son lágrimas de duelo compartido por las víctimas y los supervivientes de abuso espiritual, físico y emocional en la iglesia. Y lágrimas de arrepentimiento por la forma en que hemos contribuido a este paisaje de quebrantamiento.

Pero tenemos esperanza. Sin importar qué más surja de esta época de reconocimiento en la iglesia, si la iglesia responde con fe y arrepentimiento, podremos ver nacer algo mejor y más hermoso.

Después de todo, si morimos con Cristo, también viviremos con Él (Romanos 6:8). Después de la cruz viene la resurrección.

Mike Cosper es el director de pódcasts de Christianity Today.

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