Para entender mejor el marcado contraste presente en el Domingo de Ramos —Jesús, el Rey, yendo por las calles de Jerusalén montado en un humilde burro— recurriremos al libro de Apocalipsis. En el capítulo 5, Juan describe una dramática escena en la que Dios presenta un libro que no puede ser abierto porque nadie es digno de abrirlo. El apóstol se siente abrumado por la impotencia de la situación y la imposibilidad de romper los siete sellos. Entonces un anciano le dice a Juan que deje de llorar: «el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos» (v. 5, LBLA).

Puedo imaginarme al anciano haciendo esta declaración con voz de estruendo y señalando hacia el trono, y a todos los presentes en el cielo esperando ver a un león rugiente y llameante, irrumpiendo con un despliegue de tremendo poder. Imagino ojos que miran a un lado y a otro, brillantes y expectantes, al principio ignorantes de la criatura que se ha adelantado desde el trono. Entonces ven al que es digno, no como un león, sino como un cordero sacrificado, degollado, con sangre cayendo por su pecho, tiñendo la pura y blanca lana de un rojo carmesí intenso.

Lo correcto habría sido que Jesús se mostrara como el León de la tribu de Judá, en concordancia con la forma en que el anciano había anunciado su venida, sin embargo, no lo hace. Aparece como una de las criaturas menos amenazadoras de la tierra. Accesible. Humilde. Manso.

Este concepto del poder demostrado a través de la moderación y el sacrificio se extiende a través de las páginas de las Escrituras. Jesucristo revela continuamente su majestad en la humildad: el Rey de Reyes hizo su entrada en el mundo, no en un palacio, sino en un establo que apestaba a desechos animales. No manifestó su gloria primero a Herodes el Grande, sino a unos humildes pastores. No eligió ser el mentor de los miembros de la élite académica, sino de personas comunes. No se unió a las altas esferas de la sociedad, sino a los desvalidos, a fin de mostrarle a sus perplejos discípulos la naturaleza de un reino al revés.

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Este es el Mesías que entra en Jerusalén montado en un burro y observa a los que tienden palmas delante de Él. No se dirige a los salones del poder para derrocar a Roma y satisfacer las expectativas de victoria militar de la multitud, sino al templo, el centro del culto judío, para confrontar nociones equivocadas de lo que significa servir a Dios. Jesús no sucumbió a los elogios de la multitud ni buscó un trono terrenal. Por el contrario, encontró su trono en un instrumento romano de tortura y ejecución, en obediencia al Padre, para que nosotros pudiéramos ser limpiados y reconciliados con Dios.

Jesús encarnó la intención original de Dios presentada en los capítulos 1 y 2 del Génesis: que la humanidad ejerciera dominio sobre la tierra a fin de dar vida, como un jardinero se esfuerza por cultivar la fecundidad y la belleza a través de sus esfuerzos. Adán y Eva fracasaron en esta tarea, por lo que era necesario que surgiera un nuevo tipo de ser humano: uno que aplastara la cabeza de la Serpiente, pero que también resultara magullado en el proceso. Jesús fue un siervo sufriente; un león que también era un cordero. Es el Dios de incomparable autoridad que se pondría el vestido de un siervo y lavaría los pies de quienes un día lo abandonarían. Uno que cabalgaría hacia Jerusalén en la semana de su ejecución para escuchar la aclamación de una multitud, para días después enfrentarse a otra que exigiría su crucifixión. Le vemos llorar sobre la multitud inmediatamente después de su entrada triunfal, preocupado por los que le rodeaban, aun cuando su propia vida corría peligro (Lucas 19:41). Jesús estaba completamente seguro en el afecto y la provisión del Padre. Veía más allá del velo de la muerte hacia la Resurrección, y por eso fue capaz de soportar la traición, la flagelación y el horror de la cruz.

Como seres humanos imperfectos, atraídos por el aplauso y temerosos del dolor, a menudo intentamos encarnar el poder del león; sin embargo, somos seguidores de un león que se hizo cordero. Que este Domingo de Ramos sigamos los pasos de nuestro maestro, recorriendo el camino del sacrificio de la cruz para que otros puedan encontrar la vida que se encuentra en la sangre de nuestro Salvador.

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Mick Murray ha trabajado en el ministerio pastoral durante más de 15 años con Antioch Community Church en Waco, Texas.

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