Según la Organización Mundial de la Salud, cada año se suicidan 703 000 personas.

En 2020, «el suicidio fue la duodécima causa de muerte en general en Estados Unidos... [Además, el suicidio] fue la segunda causa de muerte entre las personas de 10 a 14 años y de 25 a 34 años, ... y la cuarta causa de muerte entre las personas de 35 a 44 años».

Aunque las iglesias son cada vez más sensibles a las cuestiones relacionadas con el suicidio, el tema se ha limitado a veces a la preocupación por la salvación y la condenación. Si una persona se quita la vida, ¿irá al cielo?

Por supuesto, no estamos equipados para responder plenamente a esa pregunta. Jesús es el único que tiene el poder del juicio divino. Y lo que es más importante, al limitarnos a debatir el destino eterno de alguien, perdemos una oportunidad aún mayor. El suicidio es el grito desgarrador que dice: «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?». Como creyentes, tenemos la oportunidad de encontrarnos con los que se sienten abandonados y ser Cristo para ellos.

Dicho de otro modo: nuestra teología de la salvación es importante. Pero, al menos en principio, nuestra teología del sufrimiento es aún más importante si la abordamos desde la perspectiva de brindar la atención necesaria a los miembros de nuestras congregaciones que están considerando poner fin a sus propias vidas.

Como aspirante a socióloga, pasé cuatro meses de licenciatura estudiando esta cuestión para un proyecto de investigación en la Universidad de Oxford. Una de las preguntas clave que quería plantear era: «¿Cómo debería la teodicea —entendida como la comprensión del sufrimiento desde una perspectiva cristiana— informar la forma en que abordamos el suicidio?».

«Al analizar la preponderancia de los casos de suicidio más allá de la muerte asistida por un médico, uno se enfrenta al formidable papel de la enfermedad mental, un factor al que, a menudo, los teólogos cristianos han restado importancia», escribe Elizabeth Antus, una académica pionera en el análisis de la intersección del suicidio y la teología [enlaces en inglés].

En su estudio, recurre en parte al teólogo alemán Johann Baptist Metz, quien ofrece una perspectiva prometedora para un diálogo teológico que también pone a la persona en el centro del análisis. Su teodicea consiste en aprender a vivir en solidaridad con los que sufren.

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«En mi opinión», escribe Metz en A Passion for God: The Mystical-Political Dimensions of Christianity [Una pasión por Dios: Las dimensiones místico-políticas del cristianismo], «hay una autoridad reconocida por todas las grandes culturas y religiones: la autoridad de los que sufren. Respetar el sufrimiento de los extraños es una condición previa para toda cultura; articular el sufrimiento de los demás es el presupuesto de todas las pretensiones de verdad. Incluso las presentadas por la teología».

Metz quiere que la gente de la iglesia adopte una postura abierta que les permita lamentarse y estar en comunidad con quienes se enfrentan al suicidio. Considera que esta teodicea sensible a las víctimas es una práctica liberadora que permite a los cristianos plantearle a Dios sus preguntas crudas y llenas de ira.

«Ni siquiera la teología cristiana, basándose en su doctrina de la creación, puede eliminar el grito apocalíptico: “¿Qué está esperando Dios?”», escribe Metz. «Ni siquiera la teología cristiana puede permitir que la pregunta de Job a Dios, “¿Hasta cuándo?”, sea acallada con una respuesta tranquilizadora. Incluso la esperanza cristiana sigue rindiendo cuentas a una conciencia apocalíptica».

Antus, que enseña en el departamento de teología del Boston College, sostiene que Metz ofrece una «teología más acogedora para las víctimas del suicidio».

En Cristo, todos somos libres de clamar a Dios y preguntar por qué, tanto si nuestros propios pensamientos nos atormentan, como si conocemos a otra persona que ha estado sufriendo. Al fin y al cabo, en el centro mismo de la historia del Evangelio hay un Dios que experimenta el sufrimiento.

«Para el cristiano, aquel que cree en el Mesías crucificado y resucitado, el sufrimiento siempre tiene sentido», escribe Kathryn Greene-McCreight, autora de Darkness Is My Only Companion: A Christian Response to Mental Illness [La oscuridad es mi única compañía: una respuesta cristiana a la enfermedad mental]. «Tiene sentido a causa de Aquel en cuyo sufrimiento participamos: Jesús».

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Así pues, al pensar en el suicidio en el contexto de la vida cristiana, podemos consolarnos sabiendo que Dios se compadece de la angustia humana.

Nos llama a hacer lo mismo con los que nos rodean. Como embajadores suyos, lo peor que podemos hacer es rehuir las conversaciones difíciles y perpetuar los relatos anclados en la vergüenza y la culpa. Lo mejor que podemos hacer es aprender sobre el suicidio, proporcionar recursos a los que luchan y lamentarnos con ellos en su dolor.

Una teodicea centrada en la persona nos libera para escuchar los gritos de angustia más profundos, especialmente en el contexto del suicidio. Cuanto más humanicemos esta cuestión dentro de la Iglesia, más podremos parecernos a quien vino a sufrir entre nosotros: Cristo mismo.

Mia Staub es la directora de contenidos de Christianity Today. Este artículo ha sido adaptado de un ensayo publicado originalmente en inglés en el sitio web Scholarship and Christianity in Oxford. Publicado con permiso.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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