Esta no es una historia de alguien que era gay y se convirtió en heterosexual.

Pero tal vez me estoy adelantando. Volvamos hasta el principio. Mis padres se conocieron en una discoteca gay en San Francisco, California. Mi madre solo quería un lugar seguro para bailar. Mi padre era el guardia de seguridad. Nos abandonó a mi madre y a mí después de abusar físicamente de las dos. Ni siquiera supe de su existencia sino hasta que tenía 10 años, cuando mi madre ya se había vuelto a casar.

No recuerdo haber tenido una hora fija de ir a dormir durante mi infancia. Me permitieron ver películas de terror desde una edad temprana. En cuanto al sexo, nada estaba oculto. Siempre escuché bromas e historias y, cuando tenía 10 años, ayudé a mi madre a recortar imágenes de una revista para adultos para una despedida de soltera.

Conocí a mi primer novio a los 14 años. Nos reíamos de los chistes del otro, veíamos programas de televisión parecidos y nos llevábamos bien. Pero al poco tiempo él y yo rompimos, como hacen los adolescentes.

Un año después, conocí a mi primera novia en una clase de Historia de Europa. Ella iba en el último curso. Era guapa y popular. Como yo destacaba académicamente en la clase, me pidió que fuera a su casa a ayudarla a estudiar. Cuando nos encontramos en su casa, algo cambió. La conversación fluyó de forma fácil, rápida e inesperada. Me impresionó su belleza. Sentí una atracción parecida a la que otras chicas describían sentir por los chicos.

Durante la semana siguiente, empecé a preguntarme: «¿Está bien sentir esto por una chica?». Estaba vagamente familiarizada con la idea de que la gente que iba a la iglesia condenaba esas cosas, pero cuando intenté averiguar por qué, no encontré nada. Ni en mil años hubiera imaginado entender las enseñanzas de la Biblia sobre la sexualidad; mucho menos someterme a ellas.

El primer beso

Me propuse una meta: antes de que esta chica fuera a la universidad, me besaría. Mentí sobre mi pasado sexual, me coloqué estratégicamente en su camino e introduje temas a fin de que fluyeran los pensamientos románticos.

Mientras tanto, entablábamos una amistad profunda y verdadera. Fue la primera compañera con la que pude hablar de ideas, literatura y otros temas serios. Pronto dejó de ser solo un juego: me había enamorado.

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El verano siguiente me preguntó qué quería de regalo para mi cumpleaños número 16. El corazón me latía con fuerza. Le dije que quería que me besara. El momento en que ocurrió, y los muchos momentos que siguieron, fueron como el levantamiento de un velo. El mundo que siempre había visto en blanco y negro estalló de repente en miles de colores deslumbrantes.

Dejar mi pequeño instituto local para ir a la Universidad de Yale fue más que espectacular: entré en un selectivo programa de humanidades para estudiantes de primer año, conocí gente fascinante de todo el mundo y disfruté de acceso a cantidades ilimitadas de alcohol. Parecía demasiado bueno para ser verdad.

Entonces me enteré de la noticia: mi novia me engañaba con un vagabundo sin estudios en Tahoe. Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, decidí ir a visitarla, pero todo estaba helado, quieto, congelado. La mañana de Navidad, mientras yo leía el Quijote en su futón y ella tenía sexo con su novio en la otra habitación, me preguntaba en qué se había convertido mi vida.

En busca de Jesús en Google

De vuelta a Yale, en mi primera clase de filosofía, discutimos la famosa afirmación de Descartes, cogito ergo sum, «pienso, luego existo», y cómo influyó en su comprensión de la realidad y la naturaleza de Dios. Tras cierto rechazo inicial, empecé a preguntarme compulsivamente si Dios podía existir. De vuelta a mi habitación, empecé a buscar en Google términos religiosos como un estudiante de secundaria en busca de pornografía. Cuando entraba mi compañera de piso, cerraba de golpe la tapa de mi computadora portátil y fingía estar haciendo tarea de francés.

No sabría decir qué términos usé en aquellas búsquedas, pero en esa oleada de páginas web, empecé a descubrir a Jesús por primera vez. Es difícil describir las ideas preconcebidas que tenía; quizá frases como «conservador de la antigüedad» o «tradicionalista irreflexivo» transmitan algo del sabor. Sin embargo, los artículos y las Escrituras que encontré me dieron una impresión claramente diferente. Una y otra vez, vi cómo Jesús notaba, dignificaba y servía a personas que yo habría desechado. Pero me inquietaba la sospecha de que mi vida iba en contra de la suya.

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En aquel entonces, conocí a dos chicas que estaban en una relación seria. Una de ellas se estaba formando para ser ministra luterana. Me interesó saber cómo podían conciliar sus vidas con Jesús y sus enseñanzas. Me aseguraron que cualquier apariencia de conflicto se debía a interpretaciones históricas erróneas de las Escrituras. Me pusieron un paquete en las manos y corrí a mi habitación para descubrir lo que la Biblia realmente decía sobre la sexualidad.

El paquete tenía una clara coherencia interna. Me gustó mucho. Pero cuando busqué los versículos bíblicos que decía presentar y explicar en detalle, me sentí frustrada. Estas interpretaciones revisionistas no concordaban con el significado llano de las palabras de la Biblia. Me sentí engañada y, con cierta repugnancia, tiré el paquete al suelo. Estaba claro que había sido una tonta al esperar que esta religión anticuada tuviera cabida para mí.

Unos días más tarde, estaba en la habitación de un amigo que había sido católico cuando me fijé en el lomo de un libro naranja con el nombre de Mero Cristianismo. No sabía nada de C. S. Lewis ni de este libro, pero el título me intrigó y decidí meterlo silenciosamente en mi bolso.

Leí y leí. Un día, mientras leía entre clase y clase en la biblioteca, lo cerré a mitad de capítulo y caí en la cuenta: Dios existe. Mi corazón y mi cabeza ya no podían negarlo. Sin embargo, junto con esta gloriosa certeza vino la admisión aterrorizada de mi propia maldad. Había mentido y engañado, había sido cruel, ¡incluso le había robado aquel libro a un dulce y confiado amigo! ¿Cómo iba a enfrentarme a un Dios puro y santo?

Pero cuando consideré lo que Jesús había hecho —sufrir la separación de Dios para que yo pudiera unirme a Él—, supe que sería una tonta si rechazaba su oferta. Mientras mi corazón se hinchaba de agradecimiento, apreté los ojos y oré, y ahí mismo me rendí delante de Jesús.

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Una cuestión de confianza

El sábado siguiente, la fraternidad Yale Students for Christ [Estudiantes de Yale para Cristo] organizó una fiesta por el día de San Valentín. Todavía me sentía avergonzada por haber aceptado a Jesús, así que llegué tarde y fingí que había venido por mera casualidad. Cuando una chica de segundo año me preguntó por qué no me había visto antes, murmuré que acababa de convertirme al cristianismo dos días antes. Se quedó un poco atónita. Me acercó a otros estudiantes de primer año, que me invitaron a la oración del lunes por la mañana.

Fui. Me dieron una Biblia de bolsillo, respondieron a mis molestas preguntas y me invitaron al estudio bíblico que tendrían la noche siguiente. Fui con la Biblia en la mano. Dos jóvenes nos guiaron por un pasaje de Efesios. Era asombroso: gente real, examinando realmente la Biblia y aplicándola a sus vidas.

A lo largo de ese semestre, seguí a estos estudiantes como un patito, observando todo lo que hacían y decían. Sin embargo, haber elegido seguir a Jesús no había dado respuesta a todas mis preguntas. Específicamente, ¿qué iba a hacer con mi natural e inquebrantable atracción hacia las mujeres? Sabía que la Biblia era clara: lo que yo quería estaba fuera de los límites. Pero no entendía por qué. ¿Cómo podían el amor, la intimidad y el deseo de tener un compañero estar prohibidos por este Dios amoroso e íntimo que también buscaba el compañerismo?

Fue así que tuve que aprender mi primera lección de la vida cristiana: cómo obedecer antes de comprender. La vida me había enseñado que era necesario dominar completamente un concepto antes de poder asentir a él. ¿Cómo podía estar de acuerdo con algo tan costoso sin comprender la razón?

Al final, todo se reducía a la confianza. Sabía que Jesús era digno de confianza, porque había hecho un sacrificio mucho mayor. Había dejado la dicha, la comodidad, la alegría de amar y ser amado a la perfección, para vivir una vida dolorosa en la tierra. Asumió el dolor y la vergüenza de la muerte de un criminal y sufrió el rechazo del Padre, todo para que yo pudiera ser acogida. ¿Quién podría merecer más confianza?

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La obediencia de la fe solo funciona cuando está arraigada en una persona, no en una regla. Impuesta por sí misma, una regla nos invita a juzgarla, sopesando su razonabilidad. Pero una regla que fluye de una relación allana el camino para una obediencia fiel. Cuando un niño no entiende la orden de su madre, el carácter de esta desempeña un papel importante en lo que sucede después. Una madre cruel y caprichosa probablemente encontrará resistencia. Pero una madre afectuosa y cariñosa inspira confianza, porque el niño sabe profundamente que ella está de su lado.

En una de las pruebas de confianza más dramáticas de las Escrituras, Dios le dijo a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac. Si Abraham hubiera considerado este mandato de forma aislada, seguramente no habría obedecido. Sin embargo, Abraham era amigo de Dios. Cuando fue puesto a prueba, no dudó, porque conocía el carácter de Dios.

Dios había aparecido con la respuesta en la historia de Abraham, y yo sabía que aparecería con la respuesta en mi propia historia, pero, ¿cómo? ¿Quitaría mi atracción por las mujeres? Durante aquellos primeros años en la fe cristiana sostuve varias relaciones interpersonales con mujeres que fueron espirituales, liberadoras e íntimas, pero no eróticas. Sin embargo, en otros casos, la química personal y sexual me llevó de vuelta a los viejos patrones. ¿Por qué Dios no me arregló?

Poco a poco, llegué a comprender que «hacerme heterosexual» no era la respuesta. No existe un mandato bíblico a ser heterosexual. A través del estudio, las conversaciones y la oración, finalmente llegué a una verdad crucial: que el sexo no es es algo que Dios descubrió y luego cercó con restricciones arbitrarias, sino algo que Él hizo para enseñarnos y bendecirnos. Cuando sus enseñanzas iban en contra de mis instintos, renunciar a mis deseos se convirtió en una forma profunda de decir: «Confío en ti».

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Esta confianza se estiró tanto que casi se rompe. Mi novia de la secundaria quería empezar de nuevo, pero yo no podía complacerla. Luego me enamoré de una chica que estaba próxima a graduarse de Yale, sin embargo, el amor por Jesús hizo que me alejara.

Alegría y sanidad

Dios guardó el mayor estiramiento para un momento de total desesperanza, después de que estúpidamente volví a tener relaciones sexuales con mi novia de la secundaria. Mientras me esforzaba por convencerme de que incluso entonces estaba perdonada, Dios trajo a un hombre a mi vida. Nos habíamos conocido el verano anterior en una misión cristiana. Éramos amigos, pero no me atraía. Él sabía todo sobre mi pasado.

Pidió venir a visitarme a Yale durante mi tercer año de universidad. Tenía la preocupante sensación de que tenía un interés romántico. Y efectivamente, llegó con flores. Le recordé que yo me había acostado con más mujeres que él. Pero no cedió: si Jesús me había perdonado, él no tenía por qué tener nada contra mí.

Luché con la situación. No me atraía sexualmente, pero admiraba su bondad, su calidez y nuestras prioridades comunes. ¿Estaba mal seguir viéndolo cuando no sentía lo mismo que en anteriores aventuras amorosas? ¿Sería nuestra relación una farsa piadosa? Sin embargo, pude ver que me amaba, que sería un buen marido y padre, y que me llamaría hacia Jesús. Incluso sentí que podríamos experimentar un amor físico genuino, aunque más aprendido que natural.

Paso a paso, Jesús me fue abriendo los ojos a un tipo de amor humano que no había visto antes: uno impregnado de compromiso y alegría espiritual; uno que no se limitaba simplemente a la pasión. Una vez más, obedecí antes de comprender. Me casé con aquel joven antes de enamorarme realmente de él, porque primero amaba a Jesús.

Esta es la coyuntura típica en la que la gente saca conclusiones precipitadas. Ha habido gays y lesbianas que me preguntan si alguna vez me atrajeron las mujeres en realidad. Cristianos heterosexuales han declarado con orgullo que Dios curó mi homosexualidad. Han intentado utilizarme como mascota de algo que en realidad no represento.

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La verdad es que, incluso después de 10 años de matrimonio, cuando siento atracción por alguien que no es mi cónyuge, esa persona es una mujer. Aun así, mi matrimonio ha sido un lugar de alegría y sanación. Cuando la gente me pregunta cuál es mi orientación, mi respuesta más honesta es «casada», con las mismas bendiciones y cargas que tienen otros creyentes casados, y con la misma fuente de esperanza y poder: el Espíritu Santo.

Nunca insistiría en que el matrimonio es el camino normal o «correcto» para todos (ni siquira para la mayoría) de los cristianos atraídos por personas del mismo sexo. La heterosexualidad no es el objetivo final, sino la fidelidad a Dios y la alegría que proviene de una relación con Él. Para muchos creyentes, la fidelidad a Dios implicará un compromiso con el celibato de por vida. Pero a menos que la Iglesia proyecte una visión de vida familiar plena y gozosa dentro de sí misma, el celibato parecerá un callejón sin salida. No podemos decir no a algo bueno a menos que estemos diciendo sí a algo aún mejor.

La comunidad que Dios llama a la Iglesia a ser —una comunidad de intimidad, afecto, verdad y gracia— es su herramienta para mantenernos, formarnos y prepararnos para estar en su presencia para siempre. Ya sea que Dios nos guíe al matrimonio o a la soltería, toda historia de transformación en Cristo está destinada a suceder dentro de esta comunidad.

Por eso esta no es la historia de cómo me convertí en heterosexual, cosa que nunca ha sucedido realmente y no viene al caso. Esta es la historia de cómo estoy alcanzando mi plenitud, cosa que sigue ocurriendo todos los días.

Rachel Gilson es directora de desarrollo teológico de Cru Northeast. Puedes leer su blog en rachelgilson.com.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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