En su introducción a La encarnación del Verbo [On the Incarnation] de Atanasio, C. S. Lewis afirma que los creyentes deberían leer «libros antiguos» con tanta frecuencia como los nuevos. «Si te unes a las once en punto a una conversación que comenzó a las ocho, a menudo no verás el verdadero significado de lo que se dice», escribe. Si bien los libros antiguos pueden ayudarnos a entender mejor nuestras realidades presentes al ofrecer perspectivas contrastantes del pasado, un libro nuevo que «todavía está a prueba», dice, aún debe ser «probado contra el gran cúmulo del pensamiento cristiano a lo largo de los siglos». [Enlaces en inglés].

En la línea argumentativa de Lewis, mucho se ha escrito sobre cómo y por qué los cristianos deberían leer literatura clásica de ficción. Jessica Hooten Wilson (Reading for the Love of God), Leland Ryken (A Christian Guide to the Classics) y Karen Swallow Prior (On Reading Well) abogan por la lectura de grandes libros, aquellos de la talla de Fyodor Dostoyevski, Jane Austen, y Charles Dickens, para una edificación tanto espiritual como intelectual.

«La lectura», dice Wilson, «debe ser una práctica espiritual diaria para el cristiano», y no solo la lectura de las Escrituras. A diferencia de nuestra —a menudo más superficial— relación con las pantallas, la lectura «nos pide algo», explica Wilson. «Cultiva» nuestra imaginación y «aumenta [nuestra] visión del mundo».

Leer los clásicos es, sin duda, una forma de beneficiarnos de los libros; pero, ¿hay también una ventaja en leer libros nuevos? ¿Qué valor espiritual podemos obtener del último ganador del Premio Pulitzer o Booker, o de las obras del premio Nobel del año?

Llegar demasiado tarde a una conversación es una forma de perderse algo. Pero también lo es elegir escuchar solo la primera parte de la conversación. Si un libro nuevo todavía está «en juicio», entonces la historia muestra que los cristianos, desde el apóstol Pablo hasta Eugene Peterson, ayudaron activamente a emitir veredictos sobre las obras de sus generaciones, no como jueces de rostro sombrío, sino como un jurado respetuoso y comprometido de sus colegas contemporáneos. En nuestros días, no debemos abdicar de nuestras posiciones.

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La poeta Emily Dickinson, aunque famosa por ser cristiana y reclusa, tenía hábitos literarios que eran muy «del mundo». Vivió a finales del siglo XIX y, a pesar de la desaprobación de su padre, leyó con deleite a sus contemporáneos victorianos y románticos como Brontës, Dickens Walter Scott, William Wordsworth, Alfred Tennyson y Nathaniel Hawthorne. Muchos de estos autores, también cristianos, leyeron y también interactuaron con las obras de los demás.

Cuando leemos ficción contemporánea, —irónicamente— estamos en buena compañía histórica. En casi todas las épocas de la historia, los líderes del pensamiento cristiano han sido lectores lúcidos de las obras recién publicadas, y no solo de volúmenes abiertamente cristianos.

La escritora católica Flannery O’Connor, que vivió en la primera mitad del siglo XX en el sur de Estados Unidos, llenó sus cartas con comentarios sobre la ficción literaria de su época. Tuvo palabras concisas para sus contemporáneos en ambos lados del Atlántico, incluidos Henry Miller, Eudora Welty e Iris Murdoch. Sus críticas no siempre fueron positivas. Le resultaba difícil leer a Franz Kafka, por ejemplo, pero señaló con cierto aire caritativo que «leer un poco de él quizás te convierta en un escritor más audaz». Sin embargo, detestaba rotundamente a Ayn Rand, cuyo trabajo recomendaba tirar «en el bote de la basura más cercano».

¿Por qué escritores cristianos como Dickinson y O’Connor se sumergieron con tanta frecuencia en las corrientes de la ficción literaria contemporánea? O’Connor explica en su ensayo «Novelist and Believer» que la literatura «generalmente se fundamenta en el principio del pecado original, ya sea que el escritor piense en términos teológicos o no». Las obras de ficción, sin importar qué tan «seculares» fueran, la invitaban a pisar terreno teológico. También la invitaban a ver «la tragedia particular» de su época, algo que sentía que solo podía extraer de la ficción contemporánea.

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Muchos otros académicos y escritores se han hecho eco de esa postura. El pastor y autor Eugene Peterson relata que William Faulkner, probablemente agnóstico, era «muy importante» para él por la forma en que Faulkner expuso «tanto el pecado como la redención con tanta habilidad». Marilynne Robinson, congregacionalista y autora de Gilead, por su parte, escribe sobre la conexión inquebrantable entre la literatura y la religión en When I Was a Child I Read Books. Ambas «parecen haber surgido juntas», reflexiona. Ambas «ponen en relación la vida humana, la causalidad y el significado, [haciendo] que cada uno de ellos sea en cierto grado inteligible en términos del otro».

De esta manera, la ficción contemporánea puede sacar a la teología de las cajas en las que la metimos, dándonos ojos para ver a Dios donde menos lo esperamos y restaurando nuestro sentido de misterio en el presente. «Las novelas aparentemente seculares pueden ser profundamente teológicas», como dice Andrew Tate en Contemporary Fiction and Christianity.

Esto no debería sorprendernos: si Dios ha puesto eternidad en el corazón de la humanidad (Eclesiastés 3:11) y ha hecho que todo en el mundo apunte hacia su gloria (Colosenses 1:16), entonces los grandes escritores pueden ayudarnos a ver su rostro con mayor claridad, aunque no sepan la verdad hacia la que dirigen nuestra mirada. El Verbo se hizo carne y, sorprendentemente, podemos vislumbrar recordatorios de su morada entre nosotros incluso en las páginas de los libros seculares recién impresos.

«Estoy harto de Flannery O’Connor», escribe Randy Boyagoda de la Universidad de Toronto en la revista First Things. «También estoy harto de Walker Percy, G. K. Chesterton, J. R. R. Tolkien, C. S. Lewis, T. S. Eliot, Gerard Manley Hopkins y Dostoyevski».

Cuando le pregunta a lectores cristianos reflexivos qué literatura les gusta, dice Boyagoda, de alguna manera estos se han convertido en «los únicos autores que mencionan». Los cristianos deberían ir más allá de este canon literario aceptado, insta, «dejar de lado a Flannery y sus amigos por un tiempo y dar un salto de fe hacia la ficción contemporánea», pero ¿qué nos encontraremos una vez que hayamos saltado?

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Parte de la respuesta reside en la calidad de la ficción que elegimos. Las grandes obras literarias pueden tocar no solo la teología sino también la filosofía, la psicología, la cultura pop, la política, la sociología, la ciencia, la economía y todo lo que sustenta la sociedad humana. Aunque una obra de ficción puede hacer esto fuera de su época original (pensemos en la perdurable relevancia de William Shakespeare), una novela de nuestro tiempo puede abordar cuestiones actuales con una franqueza que los libros más antiguos no pueden igualar.

Esto es particularmente valioso ahora que llegamos al final del posmodernismo, un cambio cultural que el fallecido novelista David Foster Wallace anticipó hace casi 30 años. «La ironía y el sarcasmo son fantásticos para hacer estallar la hipocresía y exponer lo que está mal en los valores existentes», dijo Wallace en una entrevista de radio en 1997. «Son notablemente menos buenos a la hora de erigir valores de reemplazo o de acercarse a la verdad». No necesitamos solo «una avidez para diagnosticar y ridiculizar», como lo hace gran parte del posmodernismo, dijo Wallace, sino también un deseo de «redimir».

Décadas más tarde, está surgiendo un nuevo movimiento filosófico con miras a la redención que describió Wallace: el metamodernismo. Como se explica en «Notes on Metamodernism», un ensayo de 2010 de los teóricos culturales Timotheus Vermeulen y Robin van den Akker, este marco es una síntesis, por una parte, del idealismo del modernismo y, por otra, de la apatía y el escepticismo del posmodernismo. La actitud metamoderna es «una especie de ingenuidad informada, un idealismo pragmático».

En otras palabras, si la posmodernidad es la bola de demolición de la modernidad, entonces la metamodernidad es el individuo simultáneamente irónico y sincero que mira los escombros y se pregunta: ¿Adónde vamos a partir de aquí? El metamodernismo utiliza herramientas posmodernas como el cinismo para deconstruir y cuestionar el mundo, pero también señala la posibilidad de conexión y significado, lo que conduce a algo parecido a la esperanza.

Es posible que el metamodernismo solo imite vagamente el Evangelio y, por supuesto, es posible que la mayoría de la gente nunca sepa qué es el metamodernismo. Pero este tipo de etiqueta filosófica de alto nivel a menudo captura algo real e importante sobre nuestra sociedad y las preguntas más profundas que se plantean los individuos dentro de ella. Decir que estamos entrando en la metamodernidad es otra forma de decir que nuestro prójimo está buscando señales de redención y anhelan esperanza. La lectura de la literatura contemporánea nos da una visión general de esos anhelos; una visión a gran escala de las preguntas fundamentales para las cuales nuestra fe tiene la respuesta definitiva.

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La literatura contemporánea también nos ayuda a escuchar más a nuestro prójimo. Los estadounidenses se encuentran cada vez más en grupos, aislados de personas diferentes a ellos. El periodista Bill Bishop escribe en The Big Sort que hemos pasado décadas organizándonos en comunidades demográficamente homogéneas, viviendo cada vez más entre personas que adoran, gastan, aprenden, votan y lucen como nosotros. Y una encuesta de 2022 realizada por el Public Religion Research Institute descubrió que los amigos más cercanos de los estadounidenses son, en su abrumadora mayoría, personas de su propia raza.

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El canon occidental ha estado históricamente dominado por autores masculinos blancos, lo que significa que los clásicos, en este sentido, no ampliarán las conversaciones actuales de muchos cristianos. Pero las aulas seculares y las editoriales están trabajando activamente para poner en el centro a voces históricamente marginadas, ampliando así la gama de autores e historias que llenan los estantes de las librerías y bibliotecas.

Para el creyente, elevar voces diversas y previamente silenciadas puede ser un acto constructivo de esperanza, una prefiguración de lo que Apocalipsis describe como «… una multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas; era tan grande que nadie podía contarla. Estaban de pie delante del trono y del Cordero» (7:9), y un reflejo de la enfática preocupación de la Biblia por los marginados. De este modo, leer literatura contemporánea es comprender mejor el corazón de Dios, amante de las naciones y de los oprimidos, que levanta a los débiles y se preocupa con ternura por los marginados.

«Solo puedo responder a la pregunta “¿Qué debo hacer?”», escribe el filósofo Alasdair MacIntyre en After Virtue, «si puedo responder a la pregunta previa: “¿De qué historia o historias formo parte?”». Nuestras historias no solo están arraigadas en el pasado; se están desarrollando incluso ahora. Leer literatura contemporánea nos ayuda a involucrarnos con las historias del mundo en que vivimos, dar sentido a las polaridades que nos rodean, y escuchar las voces de aquellos que Dios tiene cerca de su corazón (Isaías 40:11). En las páginas de libros nuevos, nuestro amor por Dios (y su amor por nosotros) puede cruzarse con las tragedias particulares de nuestros días y con posibilidades particulares de redención.

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«Las historias, personajes, motivos y referencias bíblicas impregnan toda la literatura [occidental]», escriben los eruditos literarios Jo Carruthers, Mark Knight y Andrew Tate en Literature and the Bible.

¿Pero es esto cierto también para la ficción literaria contemporánea?

Si las tendencias demográficas actuales se mantienen, los cristianos serán una minoría en Estados Unidos dentro de un par de décadas, y ese único dato no incluye el panorama completo del declive del cristianismo en Occidente. Muchas universidades cristianas están ahora en crisis; las denominaciones se están fracturando por cuestiones como el matrimonio homosexual; y las tasas de asistencia a la iglesia están cayendo, especialmente entre los jóvenes, los solteros y los liberales.

En 1900, casi el 95 por ciento de Europa profesaba ser cristiano, pero en 2022, por primera vez en siglos, menos de la mitad de la población de Inglaterra y Gales se autoidentificó como creyente. Y según datos de 2018 del Pew Research Center, los cristianos no practicantes y los no afiliados religiosamente superan con creces a los cristianos que asisten a la iglesia en todos los países de Europa occidental.

En este contexto, no sorprende que el cristianismo sea retratado de manera menos obvia o positiva en gran parte de la literatura occidental contemporánea.

La fe cristiana, que «durante siglos se filtró en todos los rincones de nuestra sociedad», ahora figura en la ficción literaria como «algo entre una lengua muerta y una resaca», sostiene el escritor Paul Elie en The New York Times. Es como «estatuas dejadas en un edificio antiguo, desconcertando a los nuevos ocupantes» o «un país para los viejos».

«Si se puede decir que algún fragmento de nuestra cultura es poscristiano, es la literatura», continúa Elie. «¿Adónde se ha ido la novela de fe?».

Este cambio puede facilitar que los cristianos promuevan la lectura de «libros antiguos», muchos de los cuales fueron escritos en culturas que, al menos superficialmente, estaban alineadas con los valores, la cosmovisión y la cultura cristiana. (Aunque, como me comentó recientemente un profesor de literatura clásica, los libros antiguos tampoco son «seguros»).

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Pero si bien la «novela de fe» ya no tiene el mismo aspecto que en el pasado, no ha desaparecido por completo. Como nos recuerda Robinson, la conexión entre religión y literatura no se rompe fácilmente. La literatura actual puede abordar nuestras cuestiones teológicas y ontológicas sobre Dios, el pecado y la redención de manera indirecta, tal vez a través de la crítica u omisión de las creencias cristianas tradicionales, o bien, transmitiendo un incipiente anhelo por lo divino.

No debemos tomar ese anhelo a la ligera; el apóstol Pablo, quien describió a toda la creación como «gimiendo» por Dios, ciertamente no lo hizo (Romanos 8:22). Aprender de la ficción literaria contemporánea es similar a que Pablo hablara en el Areópago usando líneas de poetas paganos (Hechos 17). Él también se dirigía a una cultura que ignoraba los símbolos y motivos cristianos.

Al igual que Pablo, podemos ser llamados a viajar fuera de Jerusalén y hacia el corazón de Grecia, como peregrinos y extranjeros en una cultura donde las historias cristianas se están desvaneciendo lentamente o ya están olvidadas; una cultura que desarrolla amnesia hacia Dios. Como lectores, podemos responder a la pregunta de Elie sobre dónde se puede encontrar la fe en las novelas actuales de la misma manera que él finalmente lo hace: las encontramos donde podemos.

Cuando estaba en la universidad, mis compañeros y yo hablábamos de Vladimir Nabokov, Virginia Woolf, Chang-Rae Lee y Chinua Achebe. Aunque yo era creyente, no muchos de mis profesores o compañeros de clase (o los autores de los libros que leíamos) se identificaban como tales. Aun así, había algo religioso en la intensidad con la que estudiábamos estos textos. Al igual que Robinson, creíamos que a través de la literatura podríamos de alguna manera encontrar significado, así como nuestro lugar en el mundo. A menudo sentí la presencia de Dios presionando sobre nosotros: la realidad más allá de las verdades que entreveíamos en esas páginas.

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Incluso ahora, cada vez que leo, pienso en esos amigos y profesores, junto con todos los que han probado la belleza, la verdad y la bondad, pero aún no conocen su fuente. Escucho la voz del Pastor que dice: «Tengo otras ovejas que no son de este redil, y también a ellas debo traerlas» (Juan 10:16), y estoy agradecida de que Dios nos atrae a Él no solo con [prédicas de] fuego y azufre, sino también con belleza y bondad. Estoy agradecida de que Dios extienda su gracia hacia las palabras ficticias con su verdad y gloria.

Leer libros nuevos es una manera de acercarnos al latido del corazón de nuestro Dios, quien ha llenado su mundo de cosas hermosas y nos hizo a su imagen para apreciar todo lo bello.

Cuando se hace con oración y ojos de fe, la lectura de la literatura contemporánea puede ser un ejercicio para aguardar el día en que la esperanza eclipse la oscuridad actual. Puede ser un ejercicio de búsqueda de nuestro Señor.

Sara Kyoungah White es correctora de textos en Christianity Today.

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