Es innegable que la pandemia provocó muchos cambios en la iglesia, y que muchos de sus efectos siguen en pie en la actualidad.

Muchos creyentes todavía están teniendo dificultades para encontrar un equilibrio en su participación presencial o virtual en la iglesia. Otros están buscando cambiar de iglesia o incluso de denominación, mientras que algunos han dejado de asistir a la iglesia por completo [enlaces en inglés].

Hay creyentes que no asisten a una sola iglesia, sino a varias, a menudo a través de plataformas virtuales, lo cual representa una práctica que se intensificó en años recientes.

A mediados de 2020, algunos meses después del comienzo de la pandemia, más de uno de cada tres cristianos practicantes —es decir, aquellos que priorizan formar parte de una iglesia— se conectaban a transmisiones en vivo de los servicios de iglesias distintas a las que asistían formalmente.

Y aunque esta tendencia es relativamente reciente desde un punto de vista histórico, el fenómeno de saltar de una iglesia a otra y de «probar» iglesias comenzó mucho antes de la pandemia: en 2019, casi dos de cada cinco congregantes declararon asistir regularmente a más de una iglesia.

Hace poco, una amiga me contó que cuando la pandemia obligó a las iglesias a tener reuniones en línea, ella comenzó a ver las transmisiones de los servicios de una iglesia del otro lado del país porque siempre había disfrutado el estilo del predicador y sus libros. Sin embargo, una vez que las reuniones presenciales volvieron a estar permitidas en su condado, volvió a asistir presencialmente a su iglesia de origen. Cuando le pregunté por qué, me dijo que se había dado cuenta de que «ver un servicio es estupendo, pero no es lo mismo que ir a la iglesia».

Aun si no todos estamos de acuerdo con esta afirmación, vale la pena que discutamos qué define la «iglesia», qué la distingue, así como la razón por los que hemos sido llamados a comprometernos fielmente con una iglesia en particular y cómo debe lucir este compromiso. Ya sea conscientemente o no, algunos cristianos analizan los siguientes tres aspectos cuando se trata de considerar su compromiso con la iglesia:

1. ¿Qué es lo más cómodo?

2. ¿Qué es lo más agradable?

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3. ¿Qué es lo más entretenido?

Lamentablemente, las fuerzas subyacentes que impulsan algunas búsquedas de iglesia son los principios básicos del consumismo individualista, los cuales surgen de la suposición de que la iglesia es principalmente un paquete de bienes y servicios, diseñado y promocionado para lograr la satisfacción del cliente.

El problema hoy en día, como señala Carl Trueman, es que «todos vivimos en un mundo en el que es cada vez más fácil imaginar que la realidad es algo que podemos manipular según nuestras propias voluntades y deseos». Por desgracia, esta mentalidad moderna se ha filtrado en nuestra eclesiología, es decir, en la forma en que entendemos y encarnamos lo que significa ser la iglesia. No obstante, esta forma de pensar no es nueva.

Hace un par de décadas, el teólogo Dietrich Bonhoeffer escribió que «aquellos que aman su sueño de una comunidad cristiana más que la comunidad cristiana en sí misma se convierten en destructores de esa comunidad cristiana, por más honestas, sinceras y sacrificiales que sean sus intenciones personales» (énfasis añadido).

Puede resultar provechoso buscar en oración y de forma meditada una comunidad de fe a la que pertenezcamos de forma significativa; no obstante, cuando esto se convierte en la búsqueda de una iglesia según un ideal perfecto o hipotético, probablemente vamos en la dirección equivocada.

Una iglesia local sana, argumenta Mark Sayers, debería verse a sí misma como «un grupo disparejo y diverso de personas muy ordinarias, que claman a Dios (...) que caen a los pies de Cristo y son llenos de su presencia, que se convierten en agentes contagiosos del Reino en el mundo».

Podemos observar esta dinámica en acción en la historia de los primeros cristianos, un modelo que puede guiarnos para plantear mejores preguntas en nuestra búsqueda de una comunidad eclesial.

En primer lugar, los primeros cristianos «se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración» (Hechos 2:42, NBLA). Según la Concordancia Strong, la palabra griega para se dedicaban se define como «persistencia devota; voluntad de permanecer y mantenerse leal».

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Cuando buscamos una comunidad de fe a la que podamos pertenecer, primero debemos preguntarnos «¿Es esta una iglesia con la que me puedo comprometer?», en vez de preguntarnos «¿Es esta una iglesia cómoda?». Anteponer nuestra comodidad al compromiso valora a la iglesia como una simple forma de ocio, lo cual puede conducir a nuestro estancamiento espiritual, enmascarado por una fina capa de comodidad.

En contraste, ofrecer nuestro compromiso devoto a una iglesia local —a pesar de sus inevitables defectos y carencias— puede ayudarnos a enfrentar las tormentas de la vida y de la fe a largo plazo. En definitiva, este es el tipo de consuelo genuino que todos anhelamos y realmente necesitamos.

En segundo lugar, los primeros cristianos «tenían todo en común» (Hechos 2:44, NVI, énfasis añadido). La comunión no era simplemente un concepto hipotético: era un valor vivido y encarnado para estos primeros creyentes. Sin embargo, hoy en día, cuando nos preguntamos «¿Qué tengo en común con estas personas?», estamos preguntando esencialmente: «¿Estas personas piensan igual que yo?». La diferencia es muy evidente.

En el libro de los Hechos, tener algo en común significaba compartir las cargas de la vida cotidiana. Los creyentes vendían «sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno» (2:45). En otras palabras, las necesidades tangibles de los demás impulsaban a la iglesia hacia la verdadera comunión.

Hoy en día, algunas personas buscan tener algo en común en términos de alinearse o coincidir en ciertas cuestiones sociales y políticas —sobre todo si consideramos la politización de nuestra cultura actual—, en lugar de ofrecer sus habilidades, talentos y recursos para el bien común de la comunidad.

En otras palabras, nuestra expectativa es descubrir una comunión perfecta por lo que ya tenemos en común con otras personas, en lugar de esforzarnos para lograr tener verdaderamente algo en común, es decir, conseguir una comunión real a través del servicio. En palabras de Edwin Freidman, nos estamos convirtiendo en «una [sociedad] de “desnatadores” que constantemente toman lo que quieren o necesitan de la superficie sin añadir nada significativo a su esencia ».

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No obstante, algo extraño y maravilloso sucede cuando nos damos a nosotros mismos por el bien de los necesitados. Cuando sorprendemos a los que están en el lado opuesto del pasillo con actos de atención desinteresada y una voluntad de ir más allá para servir a los demás en tiempos de necesidad, podemos conectar a pesar de nuestras diferencias y forjar una unidad inesperada.

Por eso, la iglesia, en su máxima expresión, es lo que el teólogo Scot McKnight llama una «comunidad de diferentes». Cuando centramos nuestras fuerzas en atender las necesidades de la congregación en lugar de tratar de influir en las opiniones de otros, es mucho más probable que encontremos un verdadero sentido de pertenencia.

Por último, los primeros creyentes «no dejaban de reunirse en el templo ni un solo día. De casa en casa partían el pan y compartían la comida con alegría y generosidad» (Hechos 2:46). La palabra alegría en griego es mucho más pletórica que su homóloga en español. Una mejor manera de entenderla sería «lleno de gozo». La iglesia primitiva se reunía con gozo genuino.

Lo que siempre me ha fascinado es la sencillez del entorno de los servicios de la iglesia del primer siglo. Los creyentes se reunían en torno a las Escrituras, la enseñanza, la oración y la comida. Nada llamativo ni novedoso. De hecho, la Concordancia Strong indica que la palabra generosidad en realidad significa «sencillez» [en otras versiones se traduce como «sencillez de corazón»]. En esencia, la iglesia primitiva se reunía diariamente con «gozo y sencillez».

Así pues, en lugar de preguntar: «¿Es esta iglesia entretenida?», podríamos comenzar con una pregunta diferente: «¿Es esta iglesia una comunidad llena de alegría y generosidad?».

En otras palabras, ¿esta comunidad encarna una alegre sencillez —nacida del anhelo de reunirse en torno a las Escrituras, la enseñanza, la oración y la conexión genuina de unos con otros— independientemente de lo espectaculares que parezcan sus adornos externos?

Ningún tipo de entretenimiento o popularidad puede brindar la relación significativa que se forma cuando las personas realizan el arduo trabajo de desarrollar relaciones reales entre sí. Si los primeros cristianos se reunían todos los días y partían el pan en las casas de los demás, ¿qué nos hace pensar que podemos generar relaciones dinámicas solo por medio de programas?

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A pesar de la tendencia actual de cambiar constantemente de iglesia y de «probar» otras congregaciones, la búsqueda de una comunidad eclesial sana puede ser a menudo una búsqueda válida y noble. De hecho, muchos de nosotros tenemos buenas razones para dejar una iglesia y buscar otra. En las peores situaciones, algunos han experimentado dolor, trauma y abuso a manos de líderes que se han corrompido.

He escuchado y encontrado muchas historias de este tipo a lo largo de mi tiempo en la iglesia local; sin embargo, siempre me conmueve profundamente ver que aquellos que han sido heridos siguen creyendo que pertenecer a la iglesia como un espacio donde podemos buscar juntos la santidad y la integridad, todavía es posible.

Podemos reescribir la historia de nuestra propia familia de fe —a pesar del dolor causado por tantas iglesias y líderes de hoy— recordando y encarnando lo que la iglesia local siempre debió ser en su máxima expresión.

Por muy rotos, pecadores, inseguros, frágiles e imperfectos que seamos, tú y yo podemos hacer este trabajo juntos, confiando en la gracia de Dios y en su inmenso poder y fuerza para simplemente ser la iglesia, con plenitud, gracia y sacrificio.

Jay Y. Kim es el pastor principal de la Iglesia WestGate. Es el autor de Analog Church y Analog Christian y vive en Silicon Valley con su esposa y sus dos hijos pequeños. Puedes encontrarlo en Twitter en @jaykimthinks.

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