Celebrar la llegada del rey eterno es celebrar cómo, por medio de Jesucristo, encontramos libertad de la esclavitud del pecado y de la muerte. A nosotros, que antes estábamos lejos, Dios nos ha acercado mediante la sangre de Cristo a una relación restaurada con Él y a su descanso eterno (Efesios 2:13).

Las palabras de Pedro se dirigían a los cristianos gentiles que vivían como «extranjeros y peregrinos» en el Imperio romano (1 Pedro 2:11). No eran ciudadanos: eran residentes temporales en un mundo que valoraba mucho la ciudadanía en su jerarquía social. También era una época en la que la tolerancia de Roma hacia la libertad religiosa estaba disminuyendo. Pedro le escribía a cristianos marginados y perseguidos que sufrían a causa de su lealtad al Rey Jesús.

En 1 Pedro 2:9, el apóstol ofreció a sus lectores un bálsamo sanador, un recordatorio de que es Dios, y no las personas, quien determina su verdadera identidad. Pedro utiliza cuatro frases para describirles su identidad en Cristo: «descendencia escogida, sacerdocio regio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios».

Sus palabras remiten a Éxodo 19:4-6, donde Dios le explicó a Moisés el propósito de su deseada alianza con Israel: Israel había sido apartado para mostrarle al mundo lo que significaba adorar al único Dios verdadero. Y al servir como conducto para la bendición de Dios al mundo, este pueblo experimentaría, a su vez, la bendición divina.

El sufrimiento y la persecución pueden deshumanizar y desmoralizar a un pueblo, despojándolo de su dignidad y esperanza. Pedro buscaba restaurar lo que el mundo había tratado de arrebatarle a estos cristianos. Le recordó a estos «extranjeros y peregrinos» su elevada condición. A través de Cristo, eran miembros de la familia de Abraham con acceso directo a la divinidad. Tenían un estatus eterno como sacerdotes reales apartados para guiar a las naciones hacia Dios.

Por medio del Evangelio, nosotros, que hemos sido deshumanizados, somos rehumanizados, revestidos de fuerza y dignidad por Aquel a cuya imagen hemos sido creados.

Sin embargo, en un mundo infectado por el pecado y el mal, puede ser fácil olvidar.

Olvidamos que le pertenecemos a Dios. Cegados por las luchas de la vida, nos cuesta ver la esperanza eterna que tenemos por el mero hecho de ser suyos.

Pero en palabras de Shirley Caesar: «Esta esperanza que tenemos, el mundo no nos la dio, y el mundo no nos la puede quitar». No importa lo oscura que sea la noche, siempre tenemos esperanza. A través de Cristo, el amor firme y la fidelidad de Dios nos siguen para siempre. Por eso, en medio del sufrimiento y la persecución, nuestros ojos miran a lo eterno, no a lo temporal. Recordamos que nuestra identidad, valor y vocación están determinados por Dios, no por el hombre. Seremos su pueblo por toda la eternidad y nuestro hogar eterno está con Él.

Elizabeth Woodson es profesora de Biblia, teóloga, autora y fundadora de The Woodson Institute, una organización que equipa a los creyentes para entender y crecer en su fe.

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